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Columna
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Música

Cuando creemos haber llegado al final de un camino o en cualquier situación difícil en la vida, nos refugiamos en la música. No es algo premeditado, sino instintivo, como encogerse de hombros o apretar los puños en los bolsillos. Una vez hice todo el trayecto de Saint Nazaire a París, sin pronunciar una sola palabra, viajando en un dos caballos con un amigo por una carretera que no terminaba nunca. En el radiocasete del coche, la batería de los Doors se acompasaba con el rumor violento de la lluvia centroeuropea, que barría el parabrisas. Entonces mi inglés no era tan bueno como para entender toda la letra de las canciones, pero no importaba, porque la traducción casi siempre aniquila el misterio. Bastaba que Jim Morrison escupiera aquellas palabras de Riders on the storm con la potencia con que lo hacía, para que yo me sintiera cabalgando en la noche, con esa sensación de desarraigo que da el estar lejos de tu país y en medio de un amor destinado al olvido. Lo que dicen las canciones no está exactamente en ellas, sino en nuestro entusiasmo o desesperación y por eso la música es nuestro sustento secreto.

Algo muy intenso debe de existir en el interior de algunas melodías para que cuando ahora alguna tarde volvemos a escuchar los discos de aquella época, nos sintamos de nuevo jinetes en la tormenta como si el tiempo no hubiera pasado, y siguiéramos creyendo a destajo en la inmortalidad igual que entonces con un jersey negro a lo nouvelle vague y ligeros de equipaje.

A veces dentro de la música también hay ecuaciones que no se pueden resolver con el deseo, sino con la mente. Cuando Einstein realizaba las primeras investigaciones sobre la teoría de la relatividad, vivía en un apartamento diminuto y lidiaba con serias dificultades económicas y con un matrimonio borrascoso, pero escuchaba a Mozart.

El padre de la Física moderna no sólo se hallaba fascinado por el genio del que ahora se celebra el 250 aniversario, sino que sentía una afinidad muy intensa con su proceso creativo. Pensaba que la música de Mozart era tan sublime que parecía haber estado siempre presente en el universo esperando a ser descubierta, y por la misma razón suponía que la teoría de la relatividad debía de hallarse también aguardando en algún lugar del cosmos. Por eso más que al cálculo, atribuía sus teorías al ritmo interior que posee el pensamiento puro. Pero cada vez que creía haber llegado a un callejón sin salida o a una deriva difícil en su trabajo, se refugiaba en la música como cualquiera de nosotros, en busca de consuelo o inspiración.

No es fácil definir las cualidades que ha de alcanzar una obra humana para rozar la genialidad; desde luego ha de poseer un carácter de belleza irremediable, capaz de dejar a cualquiera sin aliento, ya se trate de un problema matemático o de una partitura. Porque los logaritmos y los compases se hallan cargados con la potencia que en otro tiempo tuvieron los dioses para defendernos de la ignorancia.

Así como Einstein intuyó la posibilidad de desentrañar la complejidad del Universo, y se dedicó a explorar las dimensiones del espacio y el tiempo escuchando las notas de una sinfonía, también nosotros en otra medida, intentamos encontrar en las viejas canciones un modo de sostenernos en el tiempo y en el espacio tirando hacia arriba de nuestros propios sueños.

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Es posible que todos conozcamos en algún momento esa iluminación súbita que determina para siempre nuestra manera de estar en el mundo. Pero sólo la música nos permite volver a ser los que éramos y cabalgar igual que entonces una noche de tormenta de hace muchos años mientras la voz de Jim Morrison se alzaba en medio de un vasto rumor de lluvia y cascos de caballos. Y si sucede, como a menudo pasa en la vida, que los sueños de hoy no están a la altura de la felicidad de entonces, en ese caso siempre puede uno encogerse de hombros y silbar, como hacen los héroes mientras recorren la calle de vuelta a los veinte años temblando bajo la ráfaga oscura que barre las aceras. Una bocanada de papeles y notas en el pentagrama del viento.

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