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Reportaje:PASEOS

Pequeño mundo antiguo

Mi pueblo posee el sabor agridulce del paraíso perdido. A menudo regreso, y cuando paseo por sus cuestas algo terriblemente me transporta a la infancia. Merece la pena subir la calle del Molino -el agua sale, alborotada y feliz, para regar las huertas-, adentrarse por las bardas y tapias de Los Cárcavos y atravesar las vegas limítrofes siguiendo el curso de la acequia. Por allí iba yo a coger moras con mis primos. En los pueblos -ya se sabe- hasta hace poco las pandillas de niños espurreados jugaban por sus calles, gritando medio locos, en interminables luchas intestinas. Con la cultura de masas, los hipermercados y los plásticos, sin embargo, no existe más aquel Pequeño mundo antiguo, tal y como titulara Antonio Fogazzaro su entrañable novela. Pero Los Villares seguirá siendo un único barrio, claro está, aumentado por la mirada inmensa de aquel niño que crea microcosmos, sus mejores aventuras. ¡Ah, la bodeguilla de Nerón donde iba con una bolsa -bolsa que duró muchos años- a que me vendieran vino y gaseosa! Aquel olor avinagrado, aquel cuarto contiguo donde su figura enigmática, sentada en su sillón, regía el silencio sepulcral de aquella casa.

El poeta describe la contradictoria relación que mantiene con su pueblo natal de Los Villares, enclavado en un valle cerca de Jaén

Con el otoño y el recogimiento de la noche, apenas algunos borrachos vagan, porque Los Villares, se puede afirmar con seguridad, es un pueblo con demasiados bares y con una cultura etílica de alta intensidad -fríamente aceptada: el ocio se enfoca solamente en este sentido- que se manifiesta sin ambages en la vida social: la amplitud de las relaciones socio-económicas -tratantes de mulos, corredores de olivos, fincas o casas- se sigue realizando en bares y tabernas. Es delante de unas cervezas o vinos donde se desarrolla la vida, en sus más fecundos y míseros aspectos. Así, quien llega al centro, La Fuente, con su agua friísima, observa a los grupúsculos dispersos de paisanos estoicos, campesinos, albañiles y canasteros -o las tres cosas juntas- de diversa ralea, charlando de pie y esperando prudentemente la hora de la caña, comentando sabiamente los caprichos del tiempo. Hubo aquí una posada ancestral, quizás en el mismo sitio donde Juana la Loca durmió, de paso por el antiguo camino de Granada, y mandó construir, allá por 1508, una población que reuniera las cortijadas y villas circundantes; de ahí el topónimo. Data de aquella época, el Renacimiento, la iglesia, y algo posteriores, en el siglo XVIII, el Ayuntamiento y el palacio del Vizconde de Jabalcuz -o Casa Grande-, un magnífico edificio con patio castellano-andaluz que debería recuperarse para uso público pero que se encuentra en un deplorable estado. Y no hay más monumentos.

A diez minutos de Jaén y rodeado de colinas y montañas maternales, Los Villares se encuentra en una suerte de valle: al norte Jabalcuz -montaña grande, en árabe-; al sur La Pandera, uno de los picos más importantes de Andalucía oriental (especialmente agradable el merendero del manantial de río Frío); y, en resumen, una sierra de encinares que linda con el pantano del Quiebrajano, a través del paraje de la Hoya; o con Los Cañones por Las Cimbras, al este. Lugares semi-indomables. Hay que leer Pasear, de Henry David Thoreau, una suculenta obrita que nos adentra en la naturaleza con óptica distinta. El paisaje montañoso de albarradas centenarias de los olivos adquiere una belleza que sólo pueden percibir los foráneos, no inmunizados; la piedra caliza y las fuentes, entre la sequedad de un terreno cuarteado, plagado de víboras y alimañas: comadrejas o zorros, jabalíes sobreviven ante el asedio de los cazadores. Hogaño, por cierto, los ceperos lo tendrán difícil, con la gripe aviar.

El agua, bien escaso, aquí se derrocha casi inconscientemente. Se llenan varias veces las piscinas de las innumerables urbanizaciones colindantes -lo que ha supuesto en dos décadas un auténtico boom inmobiliario-, nacidas al abrigo de pelotazos especuladores y desmanes urbanísticos. Subrepticias, las tomas ilegales de agua. La fábrica envasadora Sierras de Jaén muestra esta riqueza, aunque los ríos -donde me bañé o jugaba a pescar barbos- han sufrido un deterioro irreversible. También el nivel freático de los acuíferos está seriamente dañado. Recuerdo cómo en río Frío, hace más de dos décadas, repoblaron cangrejos de río, y cómo los furtivos tardaron menos de un periquete en no dejar uno solo. Perdices y conejos, especies autóctonas, están o han estado en vía de extinción, y fueron abundantísimas.

Las gentes se afanan en su trabajo rutinario, que es lo que rige los biorritmos. No obstante, hasta hace poco, que un hombre llevase pendiente todavía motivaba escándalo y bochorno familiar. Moneda común son las habladurías y la maledicencia, la arrogancia y el atrevimiento de esos nuevos ricos con enormes todoterrenos y muy poco interés en la cultura, ¿para qué?: puedes aislarte perfectamente desde esta perspectiva, por supuesto; y a veces es higiénico incluso. En fin, nunca podré hacer realmente las cuentas con un pueblo -tan vivamente mío- que me ha quitado tanto, pero que, obvio, también me ha dado mucho; y si éste no fuera el terruño en el que me crié no sabría explicar exactamente qué razones me arrastrarían a visitarlo. Ahí, en mi paisaje sentimental, se encuentran los Juan Robles y los carriles; los pilares extintos donde bebían las bestias; los arroyos rebosantes de agua; el pan-aceite con tomate -y una sardina arenque- durante la temporada de la aceituna; las conversaciones campechanas; las bromas sin maldad de la gente mayor. Quizás una de las cosas que más admiro sea esa capacidad de reírse con uno -y no de uno- que tiene esta gente sencilla, como Manolo, alias Chaparro, y sus amigos contertulios, en el bar La Canasta, ese tipo de reuniones. Un humor cordial, veteado de picardías, chascarrillos y anécdotas.

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Recomendaciones: Aparte del citado La Canasta, con Serafín y familia, que frecuento no sólo porque se halla enfrente de mi casa -allí en la callejuela espían mi madre y las vecinas a todo el que pasa-, hay que visitar Casa Aniceto, a pocos metros, y pedir sus célebres raciones de blanquillas de choto -o cabrito lechal- con la certeza de que te atenderán con su habitual diligencia y amabilidad. Pero como existen tantos bares, habrá que recomendar de igual modo La estrella del mar, a la entrada del pueblo, donde se tapea y se come divinamente -el cochinillo al horno, delicioso- y se respira un ambiente muy amigable. Chotos y cochinillos, uno no puede evitar cierta sensación como de ogro. Ya de remate, habría que acercarse, por la carretera de Valdepeñas, a El Olivo, para saborear la tortilla campera y la pipirrana, plato árabe y veraniego donde los haya y especialidad. Juan Carlos Abril es poeta, autor de El laberinto azul, con el que consiguió un accésit del premio Adonais.

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