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Columna
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La paz y las piedras

Aparte de manchar de barro y mugre a Paulino Plata, Rajoy se despachó desde las tribunas de Marbella contra el estatuto andaluz y el plan de paz para Euskadi. Ignoro si esa afección existe o no (habrá que consultar al doctor House), pero sospecho que el líder del PP padece un mal que le enquista las ideas en el cerebro y se las convierte en terrones: como el limbo de Platón, lo que este hombre guarda en el cráneo no son pensamientos, sino piezas de museo, estatuas de basalto, monumentos expuestos en pedestales que sólo un terremoto podría remover de sus cimientos. Está bien ser fiel a los principios que rigen los actos y las decisiones de uno, tonto es decirlo, pero cualquiera con dos dedos de frente comprende que la realidad es móvil, dinámica, que viaja rápido alrededor de nosotros y que si la mente no la sigue a la zaga pronto tiende a confundir las cosas con un cliché, un pájaro disecado que guarda el gesto del animal vivo pero no respira. La rama de pino es rígida y la nieve la quiebra al acumularse sobre las hojas, enseña el maestro taoísta Chuang Tzu; la rama de sauce, por el contrario, es elástica y después de hacer caer la nieve al suelo vuelve a alzarse. Por sus palabras, me consta que Rajoy vendería la felicidad y el bienestar de los ciudadanos de este país para salvar esas cosas de piedra que guarda en la cabeza, esos objetos que al acostarse deben de rodarle por dentro como monedas en una calabaza. España, sea lo que sea que signifique esa palabra, no puede impedir que los hombres y las mujeres que la integran luchen por obtener mayores niveles de autonomía y competencias y se sirvan de organismos específicos para lograr ese fin; la lealtad, la sangre, la venganza no deben ejercer como obstáculos para alcanzar otro concepto mucho más suave y mucho más útil y con el que muchas más personas desearían compartir sus vidas: el de la paz, la paz de todos.

Ya en la era Aznar, el PP partió de ese principio viciado que era negarse a entender el problema de Euskadi como una cuestión política, a ver en él algo más allá que las trifulcas organizadas por bandas de pistoleros y gamberros contumaces. Diálogo era una palabra que les causaba espanto, y que todavía debe de quemar en los labios del señor Rajoy, tal vez porque diálogo implica intercambio, movimiento, devenir, eso que las piedras de su cerebro no pueden alcanzar con su peso plúmbeo. Es cierto que muchos cadáveres salpican el camino, que muchos coches desguazados se apiñan en los almacenes de la memoria colectiva: pero no podemos aferrarnos a ellos, no podemos iluminar la paz del mañana con las hogueras de antaño. Un futuro pacto de paz no debe traducirse como una traición a los caídos, sino como un regalo a los que aún viven y comparten el derecho a hacerlo sin sombras que les pisen los talones. La paz beneficia tanto a unos como a otros: permitirá una existencia en libertad, la asunción de unas reglas de juego en que todos los participantes cuenten con las mismas posibilidades de voz y voto, permitirá la desaparición de las escoltas y de las conversaciones en voz baja y de las amenazas y del miedo. Es a ese nuevo horizonte de perspectivas hacia el que deberían volverse las miradas que aún dudan, y no dejarse arrastrar por las masacres y la metralla: la memoria merece todo el respeto, pero su mayor defecto es que se fija siempre en lo que ya ha ocurrido y vive de espaldas al porvenir. No se trata de traicionar el recuerdo de nadie, sino de evitar que su desgracia se reproduzca una y otra vez en forma de espiral, como un bucle que no encuentra desembocadura. El mayor deseo de las víctimas, según declaraciones de muchas de ellas, es que deje de haber víctimas; y para ello no hay que poner en venta el paraíso ni renunciar a los derechos de la sangre: basta con limpiar un par de estatuas demasiado viejas y sucias. Con esa búsqueda que Rajoy deplora, la búsqueda del final de una pesadilla demasiado prolongada, ganan las personas, los seres de carne y hueso, la gente que siente y padece y espera y confía en una vida mejor donde no se interpongan los insomnios. Salvo la del jardín botánico, las estatuas no sufren ni cambian: por eso no pueden ser tomadas como modelos.

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