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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Vuelo sin motor

Iluminada por la luz de caramelo que arroja el enorme rosetón, la iglesia del Pi es una instalación artística a la mayor gloria de san José Oriol (1650-1702), cuyos pasos por la nave gótica podemos seguir casi al detalle con sólo consultar el mapa que cuelga, como utilísimo manual de instrucciones, a la puerta de una de las capillas, según se entra a mano izquierda: en tal punto del ábside solía arrodillarse a rezar; en esta grada del presbiterio tuvo varios éxtasis místicos; en este confesionario absolvía los pecados más imperdonables de los feligreses; aquí predicaba; en esta capilla de la Sangre, lateral y escondida, sobre cuyo altar el Cristo parece crucificado en un cielo de seda roja como en un delirio de David Lynch, recibía a los enfermos y los iba curando milagrosamente (pero si consideraba que no se lo merecían aún, les imponía oraciones y penitencias, "regrese usted dentro de una semana y entonces ya veremos"). Y en fin, aquí, bajo esta losa rinconera y enmarcada entre cuatro cirios encendidos, está también su tumba.

San José Oriol es el santo barcelonés por excelencia, pues nació en la calle d'en Cuc, hoy Virgen del Pilar, esquina a Sant Pere més Baix, vivió en el barrio de la Ribera, se educó en los Estudios Generales (equivalentes a la Universidad) en la Rambla de los Estudios, y se alojó casi toda su vida en el callejón de la Flor, de la calle de Canuda. Su vida y milagros están bien documentados en su proceso de canonización, de donde proceden algunos datos del ensayo biográfico de Tomás Vergés, titulado con el apodo popular del santo: El doctor Pan y Agua (editorial La Hormiga de Oro). Es que un día, estando a la mesa y a punto de servirse de la fuente de comida, José Oriol sintió paralizado el brazo, lo entendió como una señal divina, y en adelante ayunó con el mayor rigor. Sólo en días de fiesta excepcional alegraba la monótona dieta de pan y agua con algunas hierbas recogidas en las laderas de Montjuïc.

José Oriol disfrutaba de varios dones o poderes, entre ellos el de profetizar, y el de la ultraagilidad, que le permitía cruzar el Besòs sin mojarse, y desplazarse desde Santa Coloma de Gramenet o Sant Adrià de Besòs al barrio de Gràcia en tiempo récord para celebrar la misa en los Josepets y, pocos minutos después de haber pronunciado el Ite misa est, se encontraba ya en la iglesia del Pi, extrañamente fresco y descansado. En el Pi prodigaba el ya mencionado y mayor de sus dones, el de curar a los enfermos. A las tres de la tarde, después de rezar el oficio divino, iba haciendo pasar a la mentada capilla de la Sangre a los cojos y a los ciegos, los paralíticos y sordos, les bendecía con agua bendita y les aliviaba de sus males, con la condición de que tuvieran fe.

Podía volar. "Se le observaron también momentos de levitación, sobre todo cuando estaba rezando y la fuerza del amor de Dios lo levantaba del suelo", escribe Vergés. En esto, san José Oriol no era tan excepcional, pues cerca de 200 santos han tenido el mismo poder, entre ellos el protojesuita y mártir san Francisco Javier, y santa Teresa de Ávila, que levitaba durante sus éxtasis místicos aterrorizando a sus compañeras de convento, que temían que aquello llegase a oídos de la Inquisición y se tomase por cosa de brujería; o el florentino san Felipe Neri, quien sentía a Dios en el pecho como una bola de fuego candente, aunque quizá no fuese sino un tumor lo que tenía; o, en fin, José de Copertino, sobre el que se extiende el encantador Blaise Cendrars en ese libro singular, mezcla de historia de la aviación y de recuento de santos voladores, que es Le lotissement du ciel. Al igual que Felipe Neri, José de Copertino era un estudiante pésimo, incapaz de concentrarse, pero aprobó brillantemente los exámenes para ordenarse presbítero tras encomendarse al amparo de la Santísima Virgen. A los lectores que estén preparando exámenes de fin de curso les agradará saber que pueden recabar su amparo rezándole así: "Amable protector mío, a menudo el estudio me cuesta y me resulta difícil, duro y aburrido. Te ruego que me ayudes. Te prometo esforzarme más y llevar una vida más digna de tu santidad". Si además el estudiante contribuye, empollando de veras, el éxito está asegurado.

Copertino pegaba buenos sustos a la gente cuando se lo encontraban pegado al techo de cualquier habitación, donde podía permanecer además durante largos minutos. Como él, y como José Oriol, y como los demás santos que tienen acreditado ese don, quién no querría a veces salir volando sin avisar. Es uno de nuestros anhelos atávicos, según nos recuerdan tantos relatos y tantas obras de arte, como la rara película Brewster McCloud (El volar es para los pájaros, Robert Altman, 1970) o los ingenios elegantes de Panamarenko, inspirados en los de Leonardo da Vinci, pero con una importante diferencia, según declaró una vez el artista belga: "Los míos sí vuelan". Luego, viendo la expresión escéptica de la audiencia, matizó: "...Aunque no al cien por ciento".

Hace unos años se exhibieron en el barcelonés pabellón de Mies van der Rohe y en el palacio de Cristal de Madrid algunos aerodinámicos ingenios voladores, alas articuladas, propulsores de hélice, alas delta, globos y dirigibles, artefactos evocativos y tentadores, que Panamarenko se ha pasado la vida diseñando en la casa que compartía con su madre y con gran número de loros y grandes cacatúas del trópico, hasta que la edad y, sobre todo, el tránsito de la querida madre le han desanimado. Dicen que ha abandonado la práctica del arte, y se ha mudado de casa, y tiene una mujer joven, que restringe el vuelo de las cacatúas a un solo salón de la nueva casa y que preferiría liberarlas.

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