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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Haciendo trampas

Prácticamente con una semana de intervalo, podemos ver en las carteleras las dos últimas películas del prolífico argentino Alejandro Agresti. Y nada hay más distinto que ese drama mimosamente en sordina que es Todo el bien del mundo y ésta La casa del lago, remake de una desconocida película italiana de los primeros años de la década de los sesenta, Il mare, de Giuseppe Patroni Griffi, un encargo rodado en Estados Unidos a mayor gloria de la oscilante decadencia de una actriz que es también productora, Sandra Bullock.

Y a pesar de todo, no está nada mal el punto de arranque del filme, que como su nombre indica, gira en torno a una bellísima casa enteramente hecha de metal, construida a orillas de un lago y que pasa de las manos de un arquitecto (Reeves), hijo díscolo del genial diseñador de la casa (Plummer), a las de una doctora que desea cambiar de aires e irse a vivir a Chicago, más cerca de su trabajo.

LA CASA DEL LAGO

Dirección: Alejandro Agresti. Intérpretes: Keanu Reeves, Sandra Bullock, Dylan Walsh, Shohreh Aghdashloo, Christopher Plummer. Género: comedia romántica, EE UU, 2006. Duración: 95 minutos.

Pero lo que hace justamente toda la originalidad del asunto no es otra cosa que el hecho de que ambos viven en tiempos separados, uno, el arquitecto, en 2004, y la otra en 2006, una diferencia que un guión lleno de trampas se las apaña, mal que bien, para hacer tragar al respetable. Y como ocurriera con aquella joya inmortal del amour fou fuera del tiempo que es El retrato de Jennie, de William Dieterle, aquí se trata de ver cómo se las apañarán los dos amantes para terminar coincidiendo en un momento y en un lugar precisos... que no hace falta decir cuál será, de tan obvio que resulta.

Encargado de llevar la peripecia hacia esa resolución, el bueno de Agresti se las apaña por lo menos para no quedar en mal lugar. Es la suya una puesta en escena delicada, llena de matices y poco habitual en una película tan descaradamente comercial como ésta: que uno la vea sin sonrojarse (al menos hasta la secuencia final: ahí sí que es imposible no quedar del color del tomate) tiene mucho que ver con las habilidades del argentino para la composición del encuadre y la dirección de actores. Pero no hay que llamarse a engaño: el guión hace más trampas que un tahúr del Misisipi y su único sentido es reorientar la carrera de Bullock haciéndola volver al arquetipo de sus orígenes, la buena chica torturada y con un acusado, incomprendido mundo interior. Y todo lo demás son zarandajas.

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