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La RAE acoge a un escritor audaz y elegante
Columna
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'Laudatio' de la puntuación

El ingreso de Javier Marías en la Real Academia Española es un motivo de regocijo para mí, como para el resto de sus amigos, y sin duda también para el propio Marías, en la medida en que supone el reconocimiento que varios países extranjeros le han otorgado reiteradamente y sin reserva, pero que el nuestro sólo le ha dispensado, al día de hoy, con cuentagotas y como a desgana. Al margen de esta consideración obvia, no creo que el ingreso en la augusta institución vaya a incidir de ningún modo en su obra. Es algo que no debería ocurrirle a ningún creador, pero mucho menos a Marías, cuya obra es, de todas, la que parece más ajena a los influjos externos. No me refiero a que la suya sea una obra ensimismada; menos aún a que sea un producto de laboratorio, aunque siempre ha habido en ella un componente importante de experimentación. En la narrativa de Javier Marías, especialmente en la que fluctúa entre la ficción y la crónica verdadera, aparece siempre un elemento personal a veces doloroso, y en todo lo que hace y escribe, narración o periodismo, hay un compromiso resuelto con la realidad. Lo que quiero decir es que el desarrollo constante y riguroso de esta obra responde a una lógica interna en la que no han hecho mella causas externas a la literatura, y desde luego no las opiniones, elogiosas o no, con que ha sido recibida. Nunca se le ha visto recular, ni tampoco buscar el beneplácito del público o la crítica allí donde sabe que le sería fácil conseguirlo. En dos palabras: Marías va a su aire. Y va con un paso que a lo largo de varias décadas no ha perdido vigor ni inventiva. Ni riesgo. Muchas cosas se pueden aprender leyendo las novelas de Marías, pero en este momento en que el ingreso en la Academia constituye una aparente sinecura (no remunerada) vale la pena destacar el empeño de Marías por meterse, literariamente hablando, en unos líos morrocotudos. Unos líos, todo sea dicho, de los que no siempre sale ileso pero siempre sale a flote, porque es osado e incluso temerario, pero no arrogante. Conoce o intuye sus limitaciones, a las que le gusta aproximarse, y es consciente de su extraordinaria y envidiable capacidad de maniobrar en un espacio increíblemente reducido. Traducido a términos no técnicos, esto significa que en el breve recorrido de una frase puede cambiar el ritmo narrativo, detener la acción o imprimir un acelerón a lo que parecía estancado, volver poético lo chocarrero, serio lo triste, o una combinación de lo anterior. Estas maniobras las consigue sin más medios que los que ofrece el diccionario y la gramática sucinta de la Academia en la que ahora ingresa. El resto es talento. Marías tiene el oído fino para el ritmo interno de las palabras y para el inusitado efecto apaciguador o sedicioso de los aparejamientos léxicos, para hacer que un término en un momento dado, sin que sepamos por qué, resulte perturbador. Es como si los párrafos, y no sólo los oscuros personajes que pueblan sus relatos, tuvieran un secreto que se resisten a revelar. No es ésta ocasión para entrar en un análisis más profundo de la obra de Javier Marías. Ahora sólo quería hablar del académico de la lengua; del que consigue construir un mundo que nos resulta real moviendo en un tablero de papel unas piezas que son letras y humildes signos de puntuación. Es en este terreno donde Marías hace sus mejores faenas. No sé si existe un estudio, en alguna remota universidad, sobre el uso de los signos de puntuación en la obra narrativa de Javier Marías. Si no lo hay, lo propongo a quien le pueda interesar. En resumidas cuentas, que con Marías entra en la Academia un hombre que sabe qué se puede hacer con el lenguaje. Su ingreso no debería ser el final de un trayecto, sino el principio de otro. Pero esto ya no incumbe a estas líneas apresuradas, que parecen ser una laudatio, porque eso es justamente lo que son.

Con Marías entra en la Academia alguien que sabe qué se puede hacer con el lenguaje
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