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LECTURA

El sueño del caimán

Antonio Soler sitúa la acción de la novela en la Barcelona de los años 50, en la que un grupo de resistentes al franquismo planea el asalto a un polvorín. Dos generaciones conviven en ese grupo heterogéneo: los que hicieron la guerra y los que eran niños entonces. Soler es autor de otras novelas como El nombre que ahora digo y El camino de los ingleses, con la que ganó el premio Nadal en 2004

Ya a la venta

Comienzo de la novela

El mercurio es un metal líquido. Su número atómico es el 80 y su peso atómico 200,61. Pero el mercurio también es un espejo de humo capaz de reflejar las imágenes que pasan por su lado. Por su superficie cruzan sombras borrosas, igual que una figura en la penumbra de un espejo o una silueta confusa que camina a lo lejos bajo un atardecer de lluvia.

A veces, el pasado también se transparenta en la piel líquida del mercurio. Yo lo muevo lentamente. Es pesado. Cabecea, se fragmenta en óvalos oscuros, en bolas autónomas que vuelven a fundirse con el siguiente movimiento. Tengo un tubo de cristal con una pequeña cantidad de ese metal, y cuando el hielo de la tarde hace opacos los vidrios de los ventanales y está a punto de romperlos, lo agito despacio. Me entretengo con ese juego inocente. Esperando que se hunda o se congele el mundo. Y mientras, en lo hondo de mi cabeza aparecen los pájaros, inmóviles ante el foco de la linterna, y las pequeñas gotas de sangre que manchaban mi camisa. Un asomo de remordimiento.

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Dentro de mí hay un río. Un flujo lento que en su superficie lleva troncos de árboles, imágenes de otro tiempo. Éste es el hotel Regina, treinta y cuatro habitaciones repartidas en tres pisos. Y yo soy su recepcionista más antiguo. Me quedan seis meses para jubilarme. Vivo en este país, que no es el mío ni el de nadie, desde hace más de tres décadas.

Canadá. Este año la primavera es lenta, no acaba de sacudirse el invierno, que la tiene atrapada como a una mujer exangüe, debilitada por una enfermedad penosa y larga. Hasta la semana pasada el agua goteaba sucia por el desagüe de los parterres, supurando los restos de un hielo resistente y pétreo que no había empezado a derretirse desde hacía más de ocho meses. Hace unos días que tenemos sol y la gente camina animada por las calles. Hablan en voz más alta, los veo gesticular al otro lado de los ventanales. El mercurio se va ensuciando con el tiempo. Como los hombres y el hielo y los recuerdos. Tenía el tubo en mi mano cuando ha llegado él, cuando he escuchado su voz. También, en la superficie del mercurio, en mi mente y en las vidrieras de la calle han aparecido las pupilas de Vera. Grandes, negras.

Habla un inglés defectuoso y la voz se le ha ahuecado.Tiene un ruido, un arañazo en la garganta. Con un leve temblor. Dijo su nombre antes de que yo apartara la vista del tubo de vidrio. Luis Bielsa. Y yo pensé que era una broma, que de pronto la realidad que habita en el interior de los recuerdos saltaba fuera de ellos y se mezclaba con la realidad de este lado del mundo.

Igual que a veces me ocurre con el sueño y la vigilia. De pronto desaparecieron las fronteras que los dividen. Y también pensé que quien me hablaba era un muerto o alguien disfrazado de muerto y que desaparecería, o me repetiría otro nombre, cuando viese la interrogación en mis ojos.

Todo eso, en un instante, pensé antes de poner la vista en ese hombre que me miraba desde el otro lado del mostrador y que volvía a decirme su nombre y a informarme de que tenía una habitación reservada desde hacía varias semanas. Me indicaba una cartulina con las siglas de una agencia, con una fecha borrosa. Algo desconcertado, comprobé su reserva y vi su nombre escrito en la computadora, tal vez anotados días atrás por alguno de mis compañeros.

Luis Bielsa. Tiene un pasaporte español. Vive en Barcelona. Nació en 1919. Setenta y seis años. La piel le cuelga de la garganta, empieza a parecer una tela muerta, una cortina que el viento, su voz, apenas mueve en mitad de una casa vacía. Sus dedos estaban quietos sobre el mostrador mientras yo cumplimentaba su ficha. La boca entrabierta de los viejos. Recuerdo que una vez me contó que lo que más temía del paso del tiempo era el temblor que los ancianos tienen en el pulso. Me lo dijo con una sonrisa, sosteniendo un papel entre los dedos, con el brazo extendido. Un papel que no se movía en mitad de una tarde de verano.

Le he dado una tarjeta preparada para abrir la puerta de la 108. La llave del minibar. Se lo he explicado en inglés, pero mirándolo a los ojos. Quizá al darle la habitación 108 ya albergaba dentro de mí un propósito, y tal vez, secretamente, en algún rincón de mi cerebro, se había elaborado el esbozo de un plan remoto. Me miraba como a un extraño y a mí me daban ganas de decirle mi nombre. Durante un segundo pensé que me había reconocido y disimulaba. Al despedirlo, le di las buenas tardes en español. Con mi acento del sur. Y él no se inmutó.

A pesar del tiempo, sigue teniendo el mismo aire distinguido, esa marca que escapa a cualquier razón lógica y que alguna gente rica detenta desde el mismo instante en que da el primer paso en el mundo. Hasta su muerte. Un mechón blanco y vaporoso flota sobre su frente elevada, mantiene los ojos serenos a pesar de esa veladura de anfibio con la que los años nos los van recubriendo. Un abrigo gris y elegante. Camina con una suave cojera. Al irse me he dado cuenta de que el corazón me ha estado latiendo con golpes irregulares. Alguien llamando dentro de mi pecho a una puerta que ha estado cerrada muchos años. Los cuatro golpes de la desgracia.

Isabella es una prostituta joven. Le permito usar el hotel, cualquier habitación. No soy como mis compañeros. Observo a sus clientes. Los miro a los ojos antes de subir, mientras les entrego la tarjeta. Luego los veo salir con la cabeza agachada o mirando a otra parte. Sólo algunos me miran desafiantes. Ella sale unos minutos después y se despide con un beso al aire.

Cuando mis compañeros hacen el turno de noche siempre le dan la habitación 108.Yo me conformo sólo con mirar atentamente a los individuos que la acompañan. Finjo rellenar cuidadosamente una ficha, me demoro en los detalles. Ella me sonríe con su cara de niña, el pelo revuelto y pelirrojo, pecosa. Me gusta cuando viene con su camisa roja, con el escote abierto en un falso descuido. A veces, en invierno, lleva un gorro de piel vuelta, parecido al de los viejos cazadores, y unas botas a juego. Las piernas con medias de seda barata. Piernas de prostituta, de matadero.

A mis compañeros les gusta escuchar cómo Isabella entra en la habitación. Oyen turbiamente las frases que les dice a sus clientes, el sonido de los pasos, de objetos desconocidos, llaves, relojes, al ser colocados sobre el escritorio, sobre la mesilla de noche. Es un sonido de cueva, con ecos desproporcionados. El rumor de los cuerpos al juntarse y las palabras, siempre las mismas, con las que les pide que dejen el dinero dentro de su bolso. Después el ruido de la puerta del baño, el agua, a veces el chasquido de un encendedor y alguien que pasea o tropieza. El silencio de la espera. Golpes que no se sabe de dónde proceden, a veces una especie de tarareo, de susurro, una pregunta a través de la puerta o el sonido de la ropa despegándose del cuerpo. Se desdibuja el tiempo, la vista de quien escucha se clava en un objeto, en la esquina de un mueble y se queda allí muerta, hasta que el objeto o el mueble se nublan y desaparecen. Se cierran los ojos para oír mejor. Los sonidos son muy distintos a como los sentimos con los ojos abiertos. Al quedar aislados en la oscuridad se convierten en animales que caminan por el aire.

Mis compañeros imaginan el movimiento de Isabella y del cliente en la habitación. Y luego, después de alguna nueva palabra, de algún nuevo ruido, escuchan los jadeos borrosos. Intentan ver lo que está ocurriendo, traspasar las sensaciones de un sentido corporal a otro. Escuchan un ruido, más adivinado que realmente oído, de pelea, y gemidos sobre la cama.

A veces no es fácil distinguir las dos respiraciones, a veces incluso se confunden las voces susurradas de uno y otra. En realidad, la mayor parte del tiempo mis compañeros sólo oyen la oscuridad. El peso del aire, su propia respiración en el auricular. La sangre circulando en el interior de sus oídos mezclada con el flujo de la electricidad dentro del aparato. «Me moriré, me moriré», le oí decir varias veces a un chico joven al oído de Berta, la prostituta con ojeras, rubia, de más de cuarenta años, a la que yo sí espiaba. Hace ocho o diez años.

«Me moriré, me moriré», repetía la voz de aquel joven que la visitaba cada semana.Y yo a veces pensaba que era ella, Berta, la prostituta de origen alemán, con voz de tabaco, la que pronunciaba aquellas palabras en la oscuridad del teléfono. Se oyen ruidos de uñas en la pared, amagos de llanto, golpes, lamentos, todo lo que envuelve al placer. Había ocasiones en las que ella se quejaba de modo distinto. Como una niña. Algunas veces, en esos momentos se oyen ruidos de cadenas, una sierra, un amago de carcajada. Y sabemos que son alucinaciones, ruidos que escapan de nuestra memoria y se quedan flotando un instante en la cuenca de nuestro oído, en la realidad.

Nunca oí a nadie llamar puta a Berta mientras estuvo dentro de ella. Amándola. Obedeciendo a su organismo. En secreto. Desobedeciendo en secreto a sus mujeres, a sus madres, a sus jefes, a sus sacerdotes. A una parte de sí mismos. «Me moriré», repetía aquel joven espigado mientras eyaculaba dentro de una funda de goma o sobre el vientre de la prostituta de origen alemán. «Me moriré, me moriré», tal vez repitiera ella llena de ternura en un coro de susurros, multiplicando en mi auricular el eco de la voz masculina. Y el joven, ése sí, al salir, me miraba a los ojos con odio.

Ahora mis compañeros espían a Isabella. Oyen sus gemidos falsos y la respiración ahogada de sus clientes. Se alimentan del placer ajeno, como hacemos todos. Cuervos con uniforme azul picoteando en la pieza que otros han cazado. Una prostituta es un trozo de carne abierto en canal, volcado sobre una cama. La palabra amor. Mis compañeros se masturbarán en el pequeño aseo para empleados, derramarán su semen en la loza amarillenta y en ese instante volverán a oír la voz de Isabella, el ruido imposible de las cadenas, las uñas en la pared, los gemidos, la oscuridad, y sentirán que también alguien está escuchando sus jadeos. Que también ellos son prostitutas cazadas previamente por la vida y que se han convertido en alimento, en deseo para otros sedientos, para otros desamparados.

Ahora Bielsa camina por la tarima gastada de la habitación 108. Se mueve, respira tumbado sobre la cama. Y el sonido de sus pasos y su tos de viejo llegan a mis oídos a través de ese teléfono antiguo que hay en la última balda de una repisa que vuela sobre su cabeza. Ese teléfono negro con línea permanentemente abierta con la recepción y que parece un animal dormido, un objeto decorativo que alguien hubiera dejado allí olvidado, inocente.

Portada del libro 'El sueño del caimán', de Antonio Soler.
Portada del libro 'El sueño del caimán', de Antonio Soler.
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