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Reportaje:

"Habrá perdedores con la globalización"

Stiglitz pide que los Estados y las empresas se vuelquen con los excluidos del sistema

Joseph Stiglitz (Gary, Indiana, 1943) vuelve a azuzar el debate sobre los peligros de la globalización en su último libro, Cómo hacer que la globalización funcione. El economista, que recibió en 2001 el premio Nobel de Economía, pasó por Madrid esta semana para exponer el contenido de su último trabajo en un acto organizado por la Fundación Rafael del Pino. Después de El malestar en la globalización y Los felices noventa, Stiglitz ha dado un paso más. "Este libro es, más bien, una agenda para la reforma", aseguró el economista en una entrevista con EL PAÍS.

"El punto de partida es que la globalización ha afectado a todos los aspectos de nuestra sociedad (propiedad intelectual, medioambiente, recursos naturales...), por lo que lo que el alcance de este libro es más amplio". Además, añade, mientras que en los libros anteriores el economista se ha centrado en los fallos de la globalización, en esta ocasión dirige su atención a las consecuencias: "Aunque la globalización funcionara bien, habría perdedores".

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Para lograr que la globalización sea más justa, Stiglitz aboga por un mayor papel del Estado. ¿Cómo? En primer lugar, regulando y estableciendo reglas del juego para las empresas -"Parte de los problemas de los noventa tuvieron que ver con fallos en este aspecto"-; en segundo lugar, el Estado tiene la responsabilidad de promover la investigación tecnológica y la formación -"Internet nació como una inversión pública"-; en tercer lugar, aunque la economía funcione, siempre habrá perdedores, gente que quedará excluida del sistema, por lo que el Estado tiene una misión como creador de redes de seguridad, redistribuidor de la riqueza y garante en sentido amplio de la solidaridad social.

Ese discurso, que en Europa encuentra una amplia aceptación, no cala con facilidad en EE UU, donde, sin ir más lejos, no se concibe un sistema de sanidad público como el de Canadá o el Viejo Continente. El Estado sólo se hace cargo de los mayores de 65 años e incapacitados (a través del denominado Medicare) y de los niveles más bajos de renta (a través del Medicaid). La clase media debe recurrir a costosos seguros privados para recibir asistencia médica. En opinión de Stiglitz, el rechazo que muchos estadounidenses muestran a la sanidad pública -en algunos Estados de EE UU se ha sometido a referéndum la posibilidad de adoptar un sistema similar al europeo y los ciudadanos han votado en contra- tiene que ver con la campaña lanzada desde el sector farmacéutico para "asustar" a los estadounidenses con la idea de que en un sistema de sanidad pública no podrían elegir su médico.

"Las actitudes en EE UU están empezando a cambiar porque la gente se está dando cuenta de que el sistema está en quiebra, hay más de 50 millones de estadounidenses. En Washington capital, por ejemplo, la calidad de los servicios sanitarios para una gran parte de la población es peor que en un país menos avanzado. La mortalidad infantil y materna coloca ciertas zonas de EE UU al nivel de un país en desarrollo".

La lucha contra la pobreza, algo absolutamente vital para que la globalización funcione, también requiere la intervención de los Estados a través de la ayuda exterior. "Está claro que los países en desarrollo necesitan muchos recursos y el 0,7% del PIB es lo mínimo que los países desarrollados deben aportar", asegura Stiglitz.

Pero también incide en lo importante que es cómo se transfiera esa ayuda y apunta a varias áreas que deberían ser prioritarias: la investigación de enfermedades, puesto que las farmacéuticas no hacen apenas investigación en las que afectan a los países en desarrollo; las inversiones que aumenten la productividad agrícola y las ayudas para fomentar el comercio exterior.

El problema es que los países desarrollados no están a la altura y EE UU no es una excepción: no dedica más que el 0,15% de su PIB. Stiglitz critica, además, que buena parte de la ayuda tiene una motivación política y acaba en aliados militares como Egipto o Pakistán.

Pero no toda la responsabilidad en la lucha contra la pobreza y en la ayuda al desarrollo debe recaer en los Estados. Las multinacionales pueden convertirse en agentes de cambio si abandonan lo que Stiglitz llama "esa mentalidad que se centra exclusivamente en el beneficio" y que puede llevar (no son ejemplos ficticios) a que una compañía minera contamine el medioambiente sin repararlo o a que una petrolera pague sobornos al Gobierno de un país en el que desarrolla su actividad.

El premio Nobel insiste en la necesidad de democratizar el funcionamiento de instituciones como el FMI o el Banco Mundial, porque "la globalización económica significa que hay más interdependencia. Necesitamos instituciones para gestionar problemas colectivos, como la solidaridad y la justicia social", añade.

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