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Reportaje:ARQUITECTURA

La guerra francesa del extrarradio

Esta insurrección de una parte de la juventud del extrarradio de las ciudades francesas se esperaba desde hace tantos años que ya se consideraba inevitable, por mucho que haya sorprendido lo virulento de esta violencia dirigida hacia bienes y personas, coches, autobuses, escuelas y centros juveniles, y hacia los escasos comercios y cafés que todavía sobrevivían en esas zonas. Esta misma violencia se teme en otros países europeos; Bélgica está preparada ante los actos vandálicos; Romano Prodi ha predicho: "No se trata más que de una cuestión de tiempo, nosotros tendremos los mismos problemas"; y el portavoz del Gobierno alemán ha interpretado estos acontecimientos como "una advertencia para todas las democracias".

La miseria, el paro, las dificultades escolares, la droga, la economía sumergida y el sexismo convierten estas zonas en enclaves de exclusión

En torno al verano, varios inmuebles vetustos ardieron en París por diversas razones. Veinticuatro muertos en abril, otros 24 en agosto en dos incendios. Unos 2.000 okupas viven en 63 edificios degradados en una ciudad que cuenta con casi un millar de edificios insalubres. Algunos días más tarde, el 5 de septiembre, la caja de escaleras de una pequeña torre de vivienda social era incendiada por unas muchachas que ejecutaban así su venganza particular: 14 muertos. La prensa calló entonces que fue preciso proteger a los bomberos de ser atacados.

Casi como un juego patrio, 20.000 vehículos habían sido quemados en los ocho primeros meses del año, de los cuales centenares lo fueron en la fiesta nacional del 14 de julio. En los extrarradios de las ciudades francesas se respiraba una atmósfera latente de insurrección, y todo lo que representa al Estado, policías, bomberos, cargos electos, enseñantes, se encontraba bajo sospecha.

Así, tras la muerte de dos adolescentes el 27 de octubre (perseguidos o no por la policía), electrocutados en un transformador en Clichy-sous-Bois, se desencadenó la explosión general. Las causas son numerosas. Algunas tienen muy poco que ver con las cuestiones urbanísticas. Relacionadas con el paro, las crecientes dificultades étnicas, la humillación de los niños de la segunda y tercera generación de inmigrantes magrebíes (en un ambiente de islamismo rampante e interiorizadas las imágenes de la Intifada palestina), así como con los problemas específicos de las familias del África negra (se han contabilizado 12.000 casos de hogares polígamos con multitud de hijos). Se relacionan también con las heridas sin curar del colonialismo y con el crecimiento de un sentimiento de injusticia por parte de la población negra, que querría ver el tratamiento de la esclavitud equiparado al del Holocausto.

De cualquier manera, la carestía de la vivienda se ha tornado preocupante. A la relativa retirada del Estado se ha unido la imposibilidad de liberar terrenos, sea a causa de su elevado precio o de la oposición de los votantes a ver instalarse en su cercanía a familias con problemas. Hay 330.000 demandantes de vivienda en la región parisiense y 1,3 millones en toda Francia. Los centros se han aburguesado y la mezcla social que se reivindicaba en nombre de los ideales republicanos ha derivado en una separación geográfica de clases, etnias y comunidades.

Poco a poco la crisis del extrarradio se ha precipitado hacia el drama. Tras la desaparición de la relativa satisfacción de los sesenta, todo ha contribuido a extender el sentimiento de gueto. Sus primeros habitantes, obreros, empleados llegados de pequeñas viviendas insalubres de los centros históricos, optaron al cabo de los años por casas individuales periféricas o bien, si pudieron, se acercaron a las ciudades, dejando espacio para las sucesivas oleadas de inmigrantes. La miseria, el paro endémico (con una media del 21% en estos barrios), la desaparición casi total del comercio de proximidad ante los centros comerciales, las dificultades escolares en esta babel de lenguajes, la droga, la economía sumergida, el sexismo; todo ello los ha convertido en enclaves de exclusión.

Oficialmente hay censadas 752 "zonas urbanas sensibles". Aunque se localizan esencialmente alrededor de París, Lyón, Marsella, no hay casi ningún departamento, por muy rural que sea, que no contenga alguna.

La crisis no es simplemente urbana. Es tanto económica como social, política, religiosa y étnica. Todo está íntimamente relacionado y no habría que olvidar el factor lúdico. Pero esta crisis se ha desencadenado en un mundo perfectamente definido, aislado y estigmatizado, el de los grandes conjuntos de vivienda social.

A partir de los años cincuenta,

Francia tuvo que hacer frente a un importante problema de vivienda provocado por las destrucciones de la guerra, por el abandono del campo, por la industrialización masiva durante los llamados "treinta gloriosos" (1945-1973), por el regreso de Argelia de un millón de repatriados en 1962 y por la gran afluencia de inmigrantes. En los sesenta se construyó a un ritmo de 500.000 viviendas anuales. Grandes conjuntos, ZUP (zonas de urbanización prioritarias), e incluso ciudades de nueva planta son algunas de las manifestaciones de este esfuerzo. Al principio, la tradición académica de los arquitectos se fundió con la nueva doctrina racionalista formulada por Le Corbusier en su edición de la Carta de Atenas. Se generó así un cierto lenguaje urbanístico calmado, regular, ordenado y, a la vez, tecnocrático y formalista.

Las decisiones espaciales estaban condicionadas por factores económicos, burocráticos y técnicos (como las exigencias de la prefabricación pesada). Se adquirieron extensos terrenos agrícolas, a menudo de forma alargada, mal equipados y mal comunicados por transporte público, estrangulados entre redes de carreteras, vías férreas y líneas de alta tensión, bordeados de vastas extensiones de cementerios y de zonas industriales, a veces en las inmediaciones de algún bosque o residuo del mundo rural, y cohabitando con amplias zonas de viviendas unifamiliares desarrolladas masivamente en los setenta y en las que reina la inquietud desde entonces.

Se tiende a no percibir más que la caricatura de esta realidad, el gran bloque, producto típico de los sesenta, construido entre 1953 y la orden de 1973 que los prohibía con objeto de "luchar contra la segregación social del hábitat". La Ciudad de los 4000 en La Courneuve es un ejemplo característico de este tipo de edificios, que se vienen demoliendo desde hace ya veinte años.

La enfermedad siempre estuvo presente: el "mal del extrarradio", la violencia, el aburrimiento, las concentraciones de ciclomotores. El agravamiento de la situación social data de finales de los setenta. Si la historia posmoderna se complace en mantener la fecha del 15 de julio de 1972 a las 15.32, como la que marca la muerte de la arquitectura moderna, equiparándola con la demolición del gran conjunto residencial de Pruitt-Igoe en Saint-Louis, Misuri, en Francia la primera demolición no llegó hasta 1978 en un barrio de Villeurbanne.

En 1981 se produjo el famoso "verano caliente" del barrio de Minguettes, en Vénissieux, cerca de Lyón; violencia urbana, carreras de motos, incendio de 250 coches. Tras nuevos disturbios en ese barrio, se llevó a cabo una marcha por la igualdad y contra el racismo, saliendo de Marsella el 15 de octubre de 1983 y reuniendo en fraternidad ilusoria a 100.000 personas a su llegada a París varias semanas más tarde. Desde entonces, la demolición de conjuntos residenciales se aceleraría, a menudo retransmitida; las torres de Minguettes en 1983, un edificio en Saint-Denis, y sin interrupción hasta los bloques lineales de La Courneuve en 2004.

En defensa del patrimonio diversos historiadores se opusieron a esta política; también arquitectos, alegando el gran valor estético de algunos de estos barrios (especialmente los de Emile Aillaud y Jean Dubuisson). A veces los propios habitantes se resistieron a las demoliciones de sus edificios, fuera por sus virtudes, o simplemente porque ahí vivieron y fueron felices. Pero así y todo se ha convertido en la doctrina oficial: 250.000 viviendas serán destruidas hasta 2011 para ser levantadas de nuevo, y 40.000 serán rehabilitadas.

Los gobiernos no cesan, desde

1977, de lanzar políticas especializadas; en 1990 se creó un Ministerio de la Ciudad (eufemismo por ciudad fallida); decenas de emplazamientos son objeto de programas y financiación especial, y se han creado zonas francas, libres de impuestos. Hace más de treinta años que arquitectos, urbanistas, paisajistas, sociólogos, economistas y cargos locales reflexionan; pero la situación no mejora. Se intenta implantar equipamientos, lugares de convivencia, vías de comunicación, sectores de intimidad, contrastes. Limitar la sensación de encierro. Se ha mejorado el aislamiento térmico, se han rehecho las cajas de escaleras, los porches de entrada.

Los profesionales no se ponen de acuerdo en cuanto a las medidas que convendría llevar a cabo, pero tampoco acerca del beneficio que producirá arrasar tantos edificios como pretende la política actual, llamada de renovación urbana. Y, sin cesar, la realidad social deshace lo que ha sido renovado. Se ha hecho difícil apreciar en qué medida arquitectos y urbanistas pueden ayudar a mejorar la situación de los habitantes de estas zonas. En otros países, los disturbios se han desarrollado en contextos muy diferentes; baste citar los de 1981 en Brixton, en barrios posvictorianos, o los de Los Ángeles de 1992, en un tejido infinito de casas unifamiliares.

Varios indicadores prueban que no es sencillamente la forma de la ciudad lo que está en juego, que las razones del drama son más profundas y menos visibles en el paisaje. Las políticas oficiales han tendido sobre el territorio decenas de modelos sucesivos. No sólo una arquitectura productivista, estática, indiferente al individuo con intención de ser igualitaria. No sólo bloques y torres, barrios sin espacios públicos, sin gradación entre el exterior y la "célula" familiar. Todo se ha intentado, desde los grandes dispositivos paisajistas de Emile Aillaud y las pirámides verdes de la ciudad nueva de Evry hasta las realizaciones más tradicionalistas de finales de los setenta, con plazas, callejuelas y jardines; desde las utopías sociales laberínticas de Jean Renaudie hasta los barrios diseñados por los propios habitantes, según los hábitos sociales y estilísticos de su región. Y han sido a veces las actuaciones más generosas, aquellas que desarrollaban intenciones más finas, las que se han convertido en las más difíciles de habitar, a medida que se deshacían los vínculos tradicionales de la sociabilidad.

Parece que, provisionalmente, se impone el orden. Francia está sometida al estado de emergencia desde el 8 de noviembre, pero por desgracia nadie sabe exactamente qué hacer ante una crisis que no afecta sólo al entorno construido.

Torres construidas por Emile Aillaud en 1977 en Nanterre, a las afueras de París.
Torres construidas por Emile Aillaud en 1977 en Nanterre, a las afueras de París.L. MATHIASSEN/CREATIVE COMMONS

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