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Crónica:EL DEFENSOR DEL CANON LITERARIO
Crónica
Texto informativo con interpretación

El grano y la paja

LA PAVOROSA soledad a la que los medios académicos de Estados Unidos han relegado a Harold Bloom no se explica solamente por el hecho de que este gran protagonista de la crítica literaria norteamericana escribiera un libro, El canon occidental, en el que sólo se salva, como quien dice, la obra de William Shakespeare, y otros en los que ha arremetido, con una furia extraordinaria, contra ciertos deslices de los llamados cultural studies -sector de la crítica literaria del siglo XX que empezó muy bien, con las figuras de Raymond Williams y Richard Hoggart, y acabó tópica y malamente-, sino también por causas mucho más complejas, de enorme dimensión histórica, por no decir religiosa.

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Que Harold Bloom se haya convertido, con el tiempo, en un cascarrabias, no debería sorprendernos ni debería llevar su obra a la picota, pues, al fin y al cabo, el gruñón también puede ser considerado alguien cargado de razón que, viendo con los años que nadie se la da, levanta la voz a las puertas de la muerte para ver si, por casualidad, queda alguna persona lúcida en su entorno capaz de reconocer verdades como templos. ¿Cuál es, entonces, la razón que ha alimentado esa postura casi intransigente, enormemente combativa, de Harold Bloom? Es muy sencilla: en toda consideración de un hecho literario, o textual en términos generales, la cuestión estética, es decir, de la calidad estilística, es un a priori al que no se debe renunciar bajo ningún concepto. Pero tampoco debe renunciarse a aquello que para la estética clásica -que, en suma, es la que todavía alimenta el método y las ideas de Harold Bloom- corre parejas con la forma: cuanto más elevada es la elocuencia, cuanto más trabajada está la forma, más digna, más aceptable moralmente y más eficaz políticamente puede ser considerada toda aportación literaria a cualquier civilización. Bloom, por lo tanto, no es un elitista, ni un esteticista ni un decadentista como sus críticos sugieren -quedándose tan anchos como su ignorancia-, y mucho menos un reaccionario: es alguien que ha seguido con casi puritana fidelidad una tendencia de la crítica anglosajona que, en definitiva, nació bajo los auspicios de dos religiones del Libro tan sólidamente implantadas como el protestantismo y el judaísmo: nulla aesthetica sine etica, y viceversa; nada de bromas con las palabras, pues siempre son, próxima o lejanamente, un eco del Verbo y un impulsor del comportamiento de los hombres y de las sociedades.

Bloom vio cómo esa crítica, que nació en Inglaterra y Estados Unidos de la mano de figuras tan solemnes como Ralph Waldo Emerson o Matthew Arnold, y llegó, con los años, hasta académicos y escritores de la talla de Edmund Wilson, W. H. Auden, Lionel Trilling o Mary McCarthy -por citar sólo a unos cuantos, de indudable categoría intelectual-, Bloom percibió, decía, cómo esta "tradición" se desmoronaba a causa de dos factores perfectamente reconocibles: la crisis de la religión en las sociedades contemporáneas del mundo norte-occidental -que instauraba los valores de fondo- y la crisis de las universidades, revistas y cenáculos literarios de esos mismos países -que instauraban los valores de forma-, desmantelado todo ello a causa de la frívola espontaneidad de sesentayochistas y posmodernos, y sustituido por dos discursos que corren paralelos, y que a Bloom le deben de parecer de abrigo por igual: lo peor que queda del formalismo del New Criticism (por ejemplo, los neoestructuralistas, o los deconstruccionistas como Derrida y su escuela) y lo que queda, mucho más deleznable por cierto, de los cultural studies, ya en los antípodas de lo que planteó la alianza entre estética y política izquierdista de la escuela de Cambridge.

Viendo este panorama, ya no en su tierra sino por todas partes, Bloom se ha refugiado en el clamor del aguafiestas, cargado en este libro, Genius -que, por cierto, es voz singular en lengua inglesa, por lo que no acaba de entenderse que la edición española se llame Genios-, de más razón que nunca: no merece la pena perder el tiempo promocionando y hablando de esos escritores cuyos libros se convertirán en polvo con la misma rapidez que sus despojos; es mejor recordar a la sociedad lectora (que, al fin y al cabo, siendo ya tan escasa, vuelve a ser muy exigente) que Cervantes y Shakespeare, Kafka y Marcel Proust, Melville y las Brönte, Freud y Thomas Mann, Homero y Carpentier, Flaubert y Borges, Balzac y Dickens, Virginia Woolf y Joyce, y algunos más, poseen un valor seguro y son portadores de una lección que perdurará más allá del último lector del mundo provisto de inteligencia y de decoro.

Jordi Llovet es catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Barcelona.

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