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Columna
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"Música" de fondo

El local me gustaba singularmente, por la calidad de su café, de su pan con tomate y, sobre todo, por su silencio. Allí solía tomar el desayuno, leer tranquilamente el periódico y cruzar de vez en cuando unas palabras con otros asiduos. No había nada que estorbara el gozo de empezar así el día: ni hilo musical, ni disquetes, ni casetes, ni televisión, ni radio. Y los decibelios producidos por los clientes, en consecuencia, no alcanzaban nunca el nivel habitual en tales lugares porque, sencillamente, no hacía falta competir con los aparatos. No había ocurrido así por casualidad. Era la política de la casa: privilegiar la conversación. Ayer, después de una ausencia de dos o tres semanas, no falté a mi cita ritual y matutina. Y descubrí que nada era ya lo mismo. La música de fondo, y no tan de fondo, se afirmaba insistente, alta, molesta, invasora. ¿Música? A mí me sonaba sencillamente como ruido innecesario. El encargado me lo explicó todo en dos minutos. Sí, era una pena pero no habían tenido más remedio que tirar la toalla porque la gente cuestionaba constantemente aquella ausencia. El establecimiento les parecía raro, desangelado, sin ella. "Es que hoy en día nadie puede aguantar ya el silencio", dijo. "No pueden estar solos. Si no hay música se sienten desvalidos".

Mientras hablaba oía resonar en mi cerebro el refrán cuya sensatez me ha salvado tantas veces de situaciones sociales incómodas: "Más vale solo que mal acompañado".

Y recordaba otras experiencias parecidas.

En el parador de Santa Catalina, por ejemplo. Me imagino que los turistas que deciden pasar una noche allí lo hacen porque saben que a la mañana siguiente tendrán una vista fabulosa de los inmensos olivares de Jaén. Y porque saben, si se han informado debidamente de antemano, que el parador dispone de un impresionante comedor de techo alto que casi tiene la virtud de devolvernos a los tiempos del Cid Campeador y de convencernos de que España es realmente diferente. Pero no aquella mañana. Cuando ya no aguantábamos más tener que soportar a Frank Sinatra y Barbara Streisand, cuyas voces nos rompían brutalmente la ilusión de encontrarnos en un castillo medieval, hubo finalmente que llamar al personal. Y el personal nos dijo que no entendía porqué no nos complacía aquella música, ¡si venía por Internet! Ello nos trajo a la memoria lo ocurrido en otro parador, el de Antequera. Estábamos casi solos. Cuando sugerimos que bajasen un poco el Concierto de Aranjuez, ya que preferíamos comer sin tener que escuchar una vez más la tan ubicua obra de Rodrigo, la camarera no se lo creía. Y soltó: "¿Pero a ustedes no les gusta la música?".

El no poder estar en silencio es un síntoma más del hoy rampante primitivismo comentado por Javier Marías en este diario hace algunos días. Por mí, protesto. Mi refugio mañanero se ha vuelto de repente intolerable. Soy como esos mochuelos andaluces, los pobres, que se ven forzados a abandonar su olivar ancestral ante la expansión imparable de los pueblos. ¡Y lo único que pido es un poco de sosiego para poder gozar de una taza de café y leer el periódico! ¿Verdad que no es nada excesiva la pretensión?

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