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Columna
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Apolo no es de derechas

Rafael Argullol

En el libro En defensa del fervor, el escritor en lengua polaca -aunque nacido en la actual Ucrania- Adam Zagajewski da cuenta de una historia ejemplar extraída, a su vez, de un ensayo de Ludwig Curtius titulado Encuentro junto al Apolo de Belvedere y publicado en 1947, dos años después del fin de la II Guerra Mundial.

La historia, que Curtius no aclara si es real o inventada, tiene como protagonista a un joven arquitecto alemán recién retornado de la guerra, en la que ha debido participar muy activamente como soldado de la Wehrmacht. El joven arquitecto aún no sabe cómo ha logrado sobrevivir a la espantosa matanza, pero sí que está saturado de horror. Quiere alejarse mentalmente de él y para ello pasa tres tardes seguidas charlando con Curtius, charlas que éste se toma como lecciones extraordinarias.

Si la izquierda quiere hundirse para siempre, no tiene más que continuar con la sana costumbre de igualar por debajo

El arquitecto inicia su recorrido a partir del Apolo de Belvedere, tan admirado por Goethe y luego casi olvidado, a excepción de Rilke. El superviviente de la guerra, sin embargo, es fiel al Apolo de Belvedere porque descubre, o cree descubrir, en la estatua unos valores que en su opinión se han ido desvaneciendo en la creatividad moderna. En la primera de las charlas el arquitecto habla de dignidad, algo que él atribuye sin vacilar a la estatua. El segundo día acompaña a Curtius para insistirle en la importancia de la proporción, de un modo singular cuando se trata de arquitectura, algo que naturalmente nos recuerda los principios de Leon Battista Alberti. En el tercer y último día el joven habla apasionadamente del misterio que debe estar incrustado en toda obra maestra como, según su metáfora, las pepitas en la manzana.

No hay más días ni charlas porque el joven arquitecto desaparece para siempre camino de Suramérica. Las charlas ficticias o reales que ha resumido Curtius son de una gran belleza, pero la figura del joven arquitecto, según reconoce Zagajewski, queda envuelta en un halo de sospecha. ¿Por qué huye, al cuarto día, el arquitecto?

Podría tratarse de algo alegórico y que con su huida Curtius celebrara la ceremonia de despedida de una cierta intelectualidad, alemana y europea, desaparecida para siempre. Por otro lado, aunque el joven arquitecto parece irreprochable y su militarización ha sido forzada, ¿no habrá algo más siniestro en su escapada y viaje hacia América como tantos otros alemanes en esa época para camuflar su pasado? Cabría una tercera posibilidad: se va porque aquellos valores que defiende, y con los que pretendía salvarse del horror vivido, ya no sirven en una época que se ha desembarazado de ellos. Como el arquitecto, si es que existió, nunca le aclaró a Curtius el motivo de la huida, lo único que puede apreciarse es la opinión del lector de la historia. Y a este respecto, alguien que conociera esta historia hoy, transcurrido medio siglo desde las hipotéticas charlas, tendería a encontrar algo oscuro en las palabras y la actitud del arquitecto.

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Se le concedería, quizá, que no tenía nada que ocultar, que no era nazi ni nunca lo había sido y que su único error fue no morir como tantos otros millones de jóvenes alemanes. Pero, superado este escollo, ¿no hay algo evidentemente sospechoso en sus palabras? Si no era nazi, de derechas sí debía de ser, y si por casualidad no era de derechas, no hay duda de que, pese a su juventud, era un perfecto anticuado. ¿A quién se le ocurre hablar de dignidad, proporción y misterio en plena modernidad?

Es cierto, y aquí está la ejemplaridad de la historia. ¿No podría ser que el arquitecto fuera en realidad un muchacho más bien de izquierdas y artísticamente ambicioso que fue mandado a la guerra sin compartir para nada la ideología de los que lo mandaron? ¿No podría ser que su apelación a la dignidad, la proporción y el misterio fuera un intento desesperado de reequilibrar su vida frente a un horror que también formaba parte de la modernidad?

Si la izquierda quiere hundirse para siempre, no tiene más que seguir considerando que todo eso son "tonterías conservadoras" y, en lugar de atreverse a proponer una jerarquía -en el arte, en la educación, en la cultura-, continuar con la sana costumbre de igualar por debajo. Al fin y al cabo, ya sabemos que uno de esos graffiti que embellecen nuestras calles tiene el mismo valor, si no más, que una obra de Piero della Francesca.

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