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De vuelta a los principios básicos

Los últimos tiempos están siendo reveladores del fracaso de los procesos de integración de las generaciones hijas de la inmigración en Europa. Holanda, el Reino Unido y ahora Francia descubren que lo hecho hasta ahora en materia de integración ha sido, cuando menos, insuficiente. Surgen de repente preguntas angustiadas y la necesidad de respuestas urgentes. Va a resultar muy complejo resolver lo que ya lleva tantos años enquistado en barrios desatendidos dentro de realidades desconocidas. Pero ¿cómo ha podido suceder? ¿Cómo países con políticas sociales muy desarrolladas han podido dejarse fuera una parte de sí mismos? ¿Por qué no se ha actuado desde hace muchos años para atajar unas ratios de abandono escolar y de desempleo que hacían pensar que algo iba mal? ¿Por qué nunca ha sido ésta una cuestión central en las agendas políticas tanto de los gobiernos de izquierdas como de los de derechas? Hay una respuesta principal: ha fallado la convicción profunda y necesaria para aceptar una parte de la sociedad como miembro real, como parte intrínseca de la misma. Se ha mirado a la población de las periferias con lejanía, con indiferencia y hasta con rabia. Se ha creído que regresarían a un país, el de sus padres, que no es el de ellos. Se les ha ignorado, segregado y discriminado.

Los hechos de Francia son fruto del desarraigo y deben llevar a una mayor participación de los inmigrantes

Los hechos de Francia abren un debate necesario. En Holanda y el Reino Unido, dichos debates se dan también pero distorsionados por la cuestión del radicalismo islámico. Llega un poco tarde, es cierto. Pero es crucial para el futuro de Europa como proyecto social. Los últimos acontecimientos internacionales han desviado la atención hacia la religión y la seguridad. Debemos volver a las cuestiones básicas. Todo lo demás (¡no entiendo cómo cuesta tanto de ver!) son consecuencias de procesos de desarraigo social y cultural.

Es cierto que la capacidad de integración de una sociedad tiene unos límites que vienen marcados por las oportunidades y la promoción social que pueden ofrecerse a sus ciudadanos y ciudadanas. Y para ello es necesario que los actuales flujos migratorios estén mejor gestionados. No es posible ofrecer futuro a personas invisibles, con estatus jurídico inestable, sin ciudadanía posible. Europa debe poner esta cuestión en el centro de la agenda y encontrar salidas realistas, que vayan más allá de subir vallas, tan inútiles como vergonzosas. Sin embargo, las políticas restrictivas en materia de inmigración, y la sensación que generan en muchos países de Europa contra la inmigración, son perjudiciales para los procesos de integración. Nadie quiere formar parte de un país que lo rechaza.

Ahora toca volver a los principios básicos: la inclusión y la equiparación social, la igualdad de oportunidades, la ciudadanía compartida, el proyecto común. Éstos deben ser objetivos transversales de las actuaciones en materia de políticas públicas. Aunque suene desfasado, hasta políticamente incorrecto, debemos seguir trabajando para que no se produzcan situaciones de segregación urbana, educativa o laboral. Tendremos que avanzar también en la participación social y política de la población inmigrante y adecuar nuestras instituciones a la diversidad cultural.

La distancia cultural es a menudo un camino para la distancia social. El mantenimiento de comunidades culturales separadas es una barrera para el ascenso social, al menos en Europa. Ésta es la versión del multiculturalismo fácil: refuerzo de las comunidades para que éstas no interfieran demasiado. Resulta mucho más laborioso y costoso abrir la sociedad e incluir dentro a todo el mundo. Este proceso genera cambios, pide esfuerzos e incomoda a autóctonos e inmigrantes. Exige cambios en ambas direcciones, nada queda inalterado. A los unos se les pide comprensión, generosidad, aceptación. A los otros, que dejen cosas atrás, que acepten nuevas normas, que se interesen por el nuevo entorno cultural.

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Llegamos a tiempo y jugamos con grandes ventajas. Partimos de un modelo catalán de integración, basado en un ius solis simbólico y abierto y en una visión permanente de que quien llega lo hace para quedarse (nunca hemos practicado políticas de "trabajador invitado", como Holanda o Alemania). Un modelo que ha sabido crear nuevas complicidades y ha hecho suyas a millones de personas a lo largo de la historia. Esta máquina de hacer catalanes y catalanas se tiene que reforzar, sabiendo que para ser catalán debemos dar acceso a la sociedad catalana, a sus oportunidades; dar obligaciones para con sus valores; dar derecho a su lengua. Éste es el modelo que debemos seguir practicando ahora, en un proceso equilibrado de dar y pedir recíproco. En este proceso, la segregación social y la discriminación son nuestros enemigos. Y las políticas de acogida, nuestra invitación a formar parte. Cataluña invertirá en acogida e integración como inversión de futuro y lo hará sin demagogia, ni superficialidad, ni paternalismo.

Las izquierdas no deberían dudar en estas prioridades, no deberían dejarse llevar por la gran ola tentadora que hoy nos lleva hacia otros principios, el de la seguridad y la represión. Quizá éste sea uno de los mayores retos que los partidos progresistas tengan delante: han de convencer a sus electores de que invertir en integración social -lo que significa a veces actuar de manera especial con los sectores desfavorecidos de la inmigración- es necesario y positivo. La ciudadanía debería sospechar de un Gobierno progresista que no hiciera nada para luchar contra las injusticias y las desigualdades, y nunca de lo que se hace para igualar a las personas. Lo otro es alimentar el odio y la distancia, aunque probablemente tenga mayores réditos electorales y más inmediatos.

Adela Ros es secretaria para la Inmigración de la Generalitat de Cataluña.

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