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Columna
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El olivo, el puñetazo y la guinda

Lo siento por ustedes, mis queridos, pero no hay nada que hacer. Desde ya, el mundo se divide entre los pringadillos que nunca besarán a Sean Connery -o sea, todos ustedes-, y los pocos privilegiados que le hemos dado un besazo al James Bond más atractivo de la historia del cine. Desde el otro día en el Camp Nou, sección Llotja Presidencial, cuando alzado en su altura mítica rodeó mi intento de cintura y me dio un beso cualquiera, pero que fue el Beso de besos, el mundo dejó de tener división por clases, razas, tendencias sexuales, religiones, bolero o tango, porras o cruasán, o vaya usted a saber. No. El mundo lo divide Sean Connery, y algunos, elevados a la categoría de saludados por el divo, estamos en el Palco de Honor planetario. ¡Viva el fetichismo!

¡Que viva! Pero mientras vive en el baúl de los recuerdos memorables, y aún aturdida por el soponcio Bond, algo de capacidad analítica me queda para comentar el singular partido que disfrutamos el martes pasado, y cuyo simbolismo traspasa prejuicios, radicalismos y maldades varias. Gracias a los buenos oficios de Lluís Bassat -que ha dedicado su esfuerzo personal, sus energías, su propio capital y toda su categoría profesional al éxito de la empresa-, y con la ayuda de Simón Peres, se consiguió algo realmente extraordinario: que palestinos e israelíes jugaran juntos contra el Barça. La mayoría no se conocían. Algunos hasta se odiaban. Los había que estaban nerviosos. Y casi todos vivieron el partido con una contradicción emocional apasionante y desconcertante. En medio de todos ellos, el magnífico gol marcado por Abas Suan, árabe, de religión musulmana y de nacionalidad israelí, conciliando en su propia personalidad la enorme complejidad de esa tierra. Sin duda, habrá israelíes judíos que no lo consideren propio, y son muchos los palestinos que lo rechazan como ajeno. A medio camino de todos, el gol que Abas Suan marcó contra el Barça lo hizo contra la intolerancia, contra aquellos que no vislumbran la paz, contra quienes enseñar a odiar y no a convivir. Con el simple gesto de una pelota, a vueltas con dos sentimientos enfrentados que, sin embargo, pueden enriquecerse mutuamente, Lluís Bassat consiguió levantar un aliento de emoción y convivencia, en un conflicto que aún habita en las sombras. Fue un gran partido porque en él conciliamos muchos sueños. Fue una gran noche porque en ella los vivimos como si fueran reales. Y, para enmarcarlo en la metáfora bíblica pertinente, fue un gran acto de rama de olivo triunfando sobre la violencia. La condición judía de Lluís engrandeció aún más, si cabe, el proyecto. O, quizá, lo explicó.

La semana, sin embargo, no sólo ha traído ramas de olivo al siniestro bosque de los conflictos, y mientras unos quieren levantar emociones donde hay ruidos de violencia, otros prefieren apuntarse al ruido y ponerle altavoces. Con todas las distancias, por supuesto, entre el lío enorme de Oriente Próximo y nuestros líos de estar por casa, me apresto a hacer un apunte del numerito que montaron los de ERC ante los bendecidos muros de la cadena COPE. Personalmente me pareció patético, pensado para alimentar los bajos instintos que cohabitan entre los catalanes de pro, quizá con la vacua esperanza de arrancar algún voto almogávar. Por supuesto, el resultado fue el previsible, los de la COPE montaron en cólera victimista, Losantos se pasó la semana cual Agustina de Aragón salvando a España y el PP, en su versión guiñolesca, hasta llevó la cuestión al Parlamento. Más ruido, más tópico radical, más incomprensión anticatalana y, por el camino, una COPE aún más reforzada en su condición de garante de no sé qué. Nadie, en su sano juicio político, puede creer que una acción de esta naturaleza sirva de nada, más allá de buscar el voto estomacal de unos provocando la ira descontrolada de los otros. En cualquier caso, este tipo de actos ni ayudan a un debate maduro de la cuestión catalana, ni sirven para poner en evidencia los evidentes atropellos dialécticos de la COPE y, desde luego, sólo dan una imagen dantesca de Cataluña. Es como lo del boicoteo a las Olimpiadas de Madrid, tan gratuito, tan radicaloide, tan contraproducente e igualmente simplón. Suerte que la etapa pos-Colom de ERC tenía que ser un dechado de madurez política, suerte...

En fin. Acabemos con guinda dulce lo que empezó con un besazo de Bond, el James, el auténtico. La gente del Termcat, con el auspicio del Departamento de Salud, acaba de publicar una obra memorable, la Terminologia de la sida, con 522 artículos que normalizan, definitivamente, todos los vocablos que están relacionados con esta enfermedad. La publicación, en el marco del Día Mundial contra el Sida, tiene una doble dimensión, tanto en su aporte a la modernidad del lenguaje como al inequívoco compromiso cívico contra la enfermedad. Desde la perspectiva académica, es un trabajo profesional de una gran categoría que resuelve todo tipo de dudas lingüísticas a profesionales, médicos, profesores y a todas las personas interesadas por la enfermedad. Podríamos decir que, con este ingente trabajo, el Termcat vuelve a demostrar su apuesta por un lenguaje científico, asumiendo en vanguardia los retos complejos que la realidad plantea. Desde la perspectiva simbólica, podríamos decir que es un libro moral, vinculado a una pandemia que ha matado a millares de personas, que está aniquilando toda el África negra, y que avanza ante nuestra pasividad y nuestra indiferencia. El sida nos apela a todos, y que aún hoy, con los grandes avances médicos conseguidos, sea una enfermedad imparable y mortífera en muchos lugares del mundo, es una vergüenza brutal. África muere porque no nos importa. Porque no la vemos. Porque no nos interesa su muerte. Esa es la monstruosidad que se refleja en el espejo, cuando nos miramos en él.

Acabo. Hablaría otra vez del besazo de Sean Connery. Pero he aterrizado en el drama del sida, y, entiéndanme, no me quedan agallas para lo frívolo. Aparcar el verbo en ese territorio trágico tiene eso, que una se queda con el alma encallada en el barro.

www.pilarrahola.com

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