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Columna
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Árbol, hermano

Vicente Molina Foix

Una de mis carencias es la botánica. He vivido siempre en ciudades, pero ellas no tienen la culpa. Para buscar culpables habría que remontarse a la infancia, a la pereza, a mi educación religiosa, que favorecía los ejercicios espirituales sobre los vegetales. Es tarde en todo caso. Estaba resignado a vivir el resto de mis días en la ignorancia de la flora y el arbolado, cuando un pequeño suceso acaecido en el barrio me ha puesto las pilas. Lo último que esperaba yo en este mundo era deberle una toma de conciencia ecológica al alcalde.

La acacia figura entre los escasos árboles que reconozco por su morfología, y en particular por su flor, el popular pan y quesillo de los niños. Uno de mi colegio alicantino se lo comía realmente, diciendo que sabía rico, aunque yo nunca me atreví a probarlo: he sido poco de quesos. Aún está fresca la savia derramada en el paseo de la Virgen del Puerto por orden de Ruiz-Gallardón: esa tala de acacias que movilizó a mitad de julio a los vecinos y terminó en batalla campal con heridos y concejales amenazados por la porra del guardia de la porra.

Por aquellas mismas fechas, y sin luz ni taquígrafos en tal ocasión, derribaron en Francisco Silvela una peculiar construcción de una altura esquinada con la calle de México, donde en los últimos 25 años se hacían y vendían las mejores patatas fritas de la ciudad.

El amable patatero se apuntó a la jubilación anticipada con el elevado anticipo que una inmobiliaria le pagó por liberar del todo esa esquina del solar edificable y, llegado el momento del derribo, también el hacha cayó sobre un frondoso árbol situado detrás de la freiduría. Tiene desde entonces una protección metálica, suponemos que municipal, pero el árbol sigue enseñando su leñosa tripa amarilla.

Lo más curioso de todo este asunto fue leer -en un reportaje de Abc- que Madrid es la segunda ciudad del mundo con más árboles en la calle, y la primera no es Londres, como yo creía, sino Tokio. Son 300.000 sólo contando los llamados árboles de alineación, es decir, los plantados en alcorques de acera; fuera de ese recuento están los de la Casa de Campo, calculados en 500.000, y los que habrá en las restantes tres mil y pico hectáreas de parque y zonas ajardinadas. Así que "Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)", sirviendo en este caso el conocido verso de Dámaso Alonso para hablar de vegetales cadáveres en potencia. No sólo el Ayuntamiento tala. También quieren algunos de los propietarios del Olivar de Chamartín -donde el poeta y su mujer, Eulalia Galvarriato, vivieron la mayor parte de su vida- instalar allí un restaurante de lujo en perjuicio de los olivos.

Hago una pausa en mitad de la columna y me asomo al balcón de casa: dos filas de plátanos bordean la calle que estoy viendo. Es otro de los pocos árboles que sé identificar. ¿Seguirán ahí el verano que viene? El citado artículo de Abc me produjo más emociones arbóreas. La edad media de los árboles de Madrid es de 20 años, como la de los espectadores de cine y los usuarios del botellón. Amarga sensación la de doblarle con creces la edad no sólo a tanta gente sino a tanto árbol; siempre había creído, por ese analfabetismo vegetativo mío, que el arbolado era un género adulto, y la acacia una especie lacia. Y resulta que son prácticamente teenagers. Hay, sin embargo, un matusalén entre ellos: un ciprés del Retiro que data de 1632. Un ciprés calvo, lo que no es extraño con esa longevidad. Otro dato descorazonador: en nuestras calles hay 220 especies de árbol, y yo apenas distingo el plátano, la acacia y el ciprés alopécico. Qué desastre de educación naturista.

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Un consuelo final. Los principales problemas que sufren los árboles madrileños son las pudriciones, las plagas y los factores externos, entre los que el autor del reportaje, Carlos Hidalgo, señalaba los golpes. Seré un bruto de la naturaleza, pero no carezco de sentimientos, y desde que he leído esa noticia me siento algo árbol todos los días. Esos airosos desconocidos plantados en las calles están expuestos a los mismos peligros que yo como ser humano. Y a la misma saña municipal. A ellos los talan, a los peatones nos tiran a la zanja.

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