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Columna
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Bicicletas

Volvía pedaleando desde el mercado de Russafa con el cesto de la bici lleno de pequeños paquetes de frutos secos. Tenía en la retina aún candente la visión del mediodía: el toldo verde de la terraza de un café, la algarabía de los niños a través de la ventana abierta del colegio Jaime Balmes donde estudió hace tiempo mi hija Carlota, la visión en fuga de las palmeras de Antic Regne, una adolescente con jersey de rayas rosas y marrones apoyada en la puerta de una mercería... En un trayecto así hay momentos en que la velocidad de la luz condensa toda la visión del mundo. El pedaleo da ritmo y plasticidad a las imágenes convirtiéndolas en un fotograma propio.

El cine ha hecho que asociemos la bicicleta con la Resistencia francesa, nos lleva a ciudades como Toulouse o Épinal, a pequeñas villas de la Provenza con caminos de tierra entre viñedos en los que de pronto aparece un tipo en bicicleta con una barra de pan todavía caliente y un ejemplar del periódico Combat escondido bajo el abrigo. Pero las bicicletas son algo más que una imagen robada de aquellas películas en blanco y negro. Representan el emblema, no de otra época, sino de otro mundo, o una cierta manera de entenderlo. Yo misma recuerdo haber visto en Oxford hace no tanto tiempo, durante un mes de septiembre, a más de un Premio Nobel pedaleando por el campus universitario con la cartera llena de fórmulas y los faldones de la toga aleteando al viento. También en Parma las mujeres más elegantes cruzan la ciudad en bicicleta impecablemente vestidas de Armani o Dolce & Gabbana y atraviesan con toda naturalidad la plaza del Duomo, una de las más bellas del mundo, sobre todo al atardecer. En esa misma plaza se hizo retratar una tarde de invierno un amigo mío, poeta, doblando la esquina del baptisterio, montado en una bicicleta con guardabarros de color rojo. En la fotografía, que aún conservo, parece muy joven y mantiene la expresión reconcentrada de quien se halla perdido en sus pensamientos, como si sintiera una especie de vértigo, porque a veces la belleza tiene el don de colocarnos al borde del abismo, especialmente los días de mucho frío cuando el cielo se vuelve blanco.

Hay ciudades que han hecho de la presencia serena y constante de las bicicletas una seña de identidad, pero para eso hay que ser capaz de soñar con el corazón una vida distinta, porque en el fondo la bici no es sólo un medio de locomoción sino una manera diferente de ir por el mundo, de abarcarlo con nuestra mirada como quien toma en la mano una manzana de un frutero.

El director Sigfrid Monleón está acabando estos días el montaje de una película que cuenta tres historias a través de la misma bicicleta que va pasando de mano en mano: la de un chaval de doce años en un barrio marginal, la de un joven que llega del campo para vivir en la capital y la de una anciana que en la recta final de la vida decide volver a montar en bici. Rodando abarca así toda Valencia, desde el caparazón de crustáceo de la ciudad escenográfica con su monumentalidad de cómic de Flash Gordon hasta la degradación de los barrios. Una ciudad con el alma vendida, que busca trágicamente su identidad en un gigantismo hueco sin saber defender su espacio más íntimo, que no es otro que el que se teje cada día con la materia secreta de la vida. En la película, los personajes construyen su utopía al ir trazando con sus movimientos y sus afectos el dibujo de un plano mayor, urbano y sentimental, que muy bien podría ser el de esa ciudad que todos soñamos.

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