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Columna
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Farsantes

Dicen los científicos que en un principio en el universo sólo había hidrógeno, helio y algo de litio y que fue en el corazón ardiente de las estrellas donde se originó la vida. Desde entonces la aventura más fascinante del hombre ha sido intentar comprender que la apariencia caótica y frágil del universo y de la naturaleza se basaba en principios inteligibles. Lo consiguió Mendeleiev con la tabla periódica de los elementos químicos, Pasteur contemplando un tazón de leche agria en un peldaño de las escaleras de su casa de Arbois, o Madame Curie descubriendo al abrir la puerta de su laboratorio el brillo incorruptible de un residuo de radio.

También yo recuerdo mi chispazo infantil de fascinación por la ciencia cuando descubrí por primera vez el milagro de lo que no es visible a los ojos. Fue un día de enero como hoy, hace más de treinta años. Me habían regalado por Reyes un microscopio escolar con objetivos regulables y dos lentes de aumento. Lo primero que observé a través de ellas fue una gota de mi propia sangre. Recuerdo que tomé un alfiler y me pinché la yema del dedo pulgar hasta que salió un brote minúsculo del tamaño de un granito de pimienta roja. Lo deposité en un cristal sobre la platina y entonces maravillada pude contemplar el universo prodigioso de los hematíes, leucocitos y plaquetas como si fuera el mapa de un planeta desconocido. Aquel descubrimiento estuvo a punto de orientar mi vida hacía la deriva científica si no se hubieran cruzado por el medio unas cuantas novelas. De todos modos continué siendo una devoradora compulsiva de enciclopedias científicas y en mi particular olimpo infantil junto a Ulises y Lawrence de Arabia, reinaba también con toda su gloria el doctor Fleming, los hermanos Wright, Albert Einstein y el propio Darwin con su barba salvaje tal como era cuando desembarcó del Beagle.

Pero el romanticismo de aquellos pioneros se ha ido desvaneciendo en la codicia de los grandes laboratorios como demuestra el caso del científico surcoreano Hwang Woo-suk. Este fulgurante veterinario anunció en la prestigiosa revista Science lo que se consideró el mayor avance de la medicina regenerativa: la obtención de células madre a partir de embriones clonados. Sin embargo, este descubrimiento, que alumbró la esperanza de miles de enfermos en todo el mundo, se ha convertido en uno de los mayores fraudes científicos de la Historia, al demostrarse que su investigación sólo contenía pruebas falsas y datos manipulados.

Los farsantes se reproducen a si mismos en clonaciones que denotan la mano negra del nuevo saber, mientras esa misma mano en otras áreas aniquila y destruye con la ferocidad de las plagas bíblicas. Todo el mundo sabe que la guerra de Irak comenzó también con la presentación de pruebas falsas y la invención de armas de destrucción masiva donde no las había y que, como consecuencia de ese tremendo fraude, todavía sigue muriendo gente inocente cada día.

Pero mientras el científico surcoreano ha sido apartado de su laboratorio, despreciado por sus colegas y despojado de cualquier honor, el presidente de EE UU continúa al frente del imperio. Contaba Caballero Bonald que desde que oyó a Bush decir que tenía comunicación directa con Dios y que era él quien le ordenaba invasiones, desmanes y cárceles secretas, empezó a escribir su Manual de infractores. Tal vez a estas alturas, ya sólo la poesía pueda recordarnos que una vez los humanos fuimos hijos de las estrellas.

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