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Crítica:CLÁSICA | Yo-Yo Ma
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Gesto y alma

Sin duda alguna, el violonchelista chino americano Yo-Yo Ma (París, 1955) participa de la idea de que es lo inefable lo que mueve la música de Bach. Seguramente no llega a pensar en la divinidad guiando la mano del compositor pero sí en toda la literatura que trata la obra del genio de Eisenach sin explicarla, sólo asumiéndola. Por la misma razón tiende a veces a sobreactuar en su expresión -como le sucedió a lo largo de las suites Tercera y Quinta con alguna excepción-, a llenar de gestos y de conversaciones imaginarias un discurso musical en cuya naturaleza abstracta está -sí, es verdad- la posibilidad de su lectura múltiple. Lo que ocurre es que a unos puede no gustarnos demasiado esa opción de naturalizar el discurso, de despojarle de conflicto, de pulirle las aristas y de llenarlo de cosas. De modo que el Yo-Yo Ma menos interesante el lunes por la noche fue aquél que mostró más claramente su filiación romántica, la que bebiera en las fuentes de Casals o Rostropóvich.

Juventudes Musicales

Yo-Yo Ma, violonchelo. J. S. Bach: Suites 3, 5 y 6. Auditorio Nacional. Madrid, 29 de noviembre.

Deslumbramiento

Junto al artífice de ese Bach un tanto demagógico y un punto fácil, fruto quién sabe si del crossover que lleva al violonchelista a actuar en Barrio Sésamo o en la banda sonora de Memorias de una geisha, está el músico de una pieza, el técnico formidable que parte del asombro ante lo escrito y se deja llevar, como le ocurrió en la zarabanda de la Tercera suite, por un anhelo de comunicación que salta a la vista en esa forma de tratar físicamente los sonidos, en el movimiento del cuerpo acompañando a un instrumento que lo prolonga.

Lo que en la primera parte fue un destello de genio entre un exceso de brillo se convirtió en la segunda en un deslumbramiento. Ahí llegaría una versión soberbia de la Sexta suite, que sólo se diría del mismo intérprete porque lo teníamos delante y que puso de manifiesto y resolvió de paso el enigma de esta especie de músico de las dos caras. Me abandonó esa ruta de la seda a la que ahora se dedica y transitó por la dureza, la adustez, la sequedad incluso de algunos momentos de la suite como un schubertiano que hubiera pasado de la Serenata al Viaje de invierno.

Y aún tuvo la flexibilidad necesaria como para bordar la rusticidad engañosa pero cierta de las dos gavotas y la jiga que cierran la obra. Se veía un poco venir. Frente a los saludos demorados y la sonrisa impecable de su salida al inicio del concierto, leve reverencia y a tocar sin pensárselo dos veces. El gesto fue, una vez más, el espejo del alma y el resultado hizo que la nocturna sesión -lleno a rebosar a pesar de la hora y del frío, toses y móviles a todo pasto- valiera la pena.

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