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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Injurias y libre expresión

En una democracia, el delito de injurias y la libertad de expresión conviven en un línea fronteriza muy tenue, de difícil deslinde, incluso cuando se trata del Rey, al que el Código Penal otorga una protección reforzada frente a este delito, extendiéndola al ejercicio de sus funciones como Monarca. Esa frontera fue traspasada en 2003 por el dirigente de la hoy ilegalizada Batasuna, Arnaldo Otegi, al acusar públicamente al jefe del Estado de ser "el responsable de los torturadores", según la sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que le ha condenado a un año de cárcel por un delito de injurias graves.

El argumento del Supremo es que las manifestaciones de Otegi muestran un evidente desprecio a la persona del Monarca y a la institución que encarna, atribuyéndole uno de los delitos más graves en un Estado de derecho, y no constituyen, además, una reacción a ningún debate o contienda política que pudiera estar amparada en la libertad de expresión.

Que ese deslinde entre libertad de expresión y crítica política, de una parte, y ataque punible al honor del Monarca y a la dignidad de la magistratura que ostenta, de otra, resulta problemático lo demuestra que el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco hubiera considerado en sentencia anterior que las palabras de Otegi, aunque "ofensivas y oprobiosas", estaban amparadas en su derecho a la libertad de expresión. O que uno de los jueces de la Sala de lo Penal del Supremo haya formulado un voto particular, estimando que las manifestaciones del dirigente abertzale -burdas, carentes del más mínimo rigor intelectual y ajenas en absoluto al ejercicio de una crítica racional, según el magistrado- "son de naturaleza y alcance exclusivamente políticos", "están referidas al Rey en su papel institucional" y "no se trata de una cuestión referida a la vida privada del jefe del Estado", por lo que se sitúan en el amplio espacio a la discrepancia abierto por la Constitución.

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Más allá de la opinión que puede merecer la decisión del Tribunal Supremo y los fundamentos jurídicos que la sustentan, existe una regla básica en democracia que no habría que olvidar: la libertad de expresión se amplía sensiblemente cuando tiene por objeto las instituciones, carentes del atributo del honor propio de la persona. Por otro lado, la condición pública del agraviado, así como la máxima dignidad que resulta de ella, implica, a su vez, un grado máximo de sometimiento a la crítica política.

Ello explica que se erradicara del Código Penal el delito de desacato (injurias, calumnias, insultos o amenazas verbales contra autoridades), incompatible con el derecho a las libertades de información y expresión en el ejercicio de la crítica política. De no haberlo hecho, sería impensable la proliferación de juicios, incluso radicalmente ofensivos, que hoy se lanzan todos los días sobre las instituciones del Estado y quienes las representan. La duda es si la sentencia del Supremo no ha confundido el delito de injurias al Rey con el ya desaparecido de desacato.

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