_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sucesión

El natural regocijo que el nacimiento de la infanta Leonor ha esparcido a lo ancho de nuestro territorio ha generado, de repente, un acuerdo unánime sobre la reforma del sistema sucesorio, contra la que yo quisiera levantar mi respetuosa voz porque no estoy de acuerdo con la oportunidad de esta reforma ni con la razón en que se basa; es decir, corregir una injusta y arcaica discriminación contra la mujer.

El Rey de España es una persona que ejerce la jefatura del Estado con carácter vitalicio por derecho de nacimiento. Al lado de esta discriminación, el que tenga que ser un hombre, una mujer o un canguro es irrelevante. No soy Robespierre ni esto es terrorismo constitucional. Lo que sucede es que el Rey, con mayúscula, no es una persona, sino una institución. Y en estos tiempos, la Monarquía es una institución que el pueblo soberano se ha dado por propia voluntad y para su conveniencia. Por tanto, lo que hay que considerar es si una reforma de la institución redundaría en beneficio de la ciudadanía o no. Aquí no se trata, pues, de una igualdad de sexos en la que todos estamos más o menos de acuerdo, sino en calibrar qué habría pasado el 23-F si al teléfono de La Zarzuela se hubiera puesto una mujer. O si el papel fundamental que desempeña el Rey de España en las relaciones con América Latina lo podría desempeñar igual una reina. No prejuzgo nada, pero, para qué nos vamos a engañar, la vida es dura. Ya sé que en Holanda hay una reina tras otra, y que a lo mejor vemos a una mujer en el trono imperial del Sol Naciente; pero allí los soberanos son de adorno, y aquí a los nuestros les sacamos un gran rendimiento.

Naturalmente, todo habrá cambiado cuando se produzca el hecho sucesorio que ahora nos ocupa. Pero no sabemos en qué sentido habrá ido ese cambio, y no veo razón alguna para hipotecar ya nuestro futuro manipulando una pieza tan delicada de la maquinaria estatal por un prurito de modernidad simbólica.

No digo que el cambio no sea bueno. Sólo digo que no nos precipitemos, que luchemos por la igualdad donde realmente hace falta y que en su día decidan la reforma quienes hayan de arrostrar las consecuencias. Y hasta entonces, dejemos a la infanta que acaba de nacer reinar tranquilamente en su cunita.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_