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COLUMNISTAS
Columna
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Este oficio es una noria

A pesar de cuanto predican las encuestas y los sondeos de opinión, y aunque en las listas de popularidad los periodistas siempre ocupamos los últimos lugares (con justicia: después de los militares y de los curas, y antes que las sabandijas), a veces suceden eventos que, eventualmente, evalúan sucesos positivos. Me explico.

Hace unas semanas, esta articulista tomaba plácidamente un aperitivo en un prestigioso local madrileño (la Cruz Blanca de Goya), saboreando varios tipos de alimento, tanto material como espiritual; tanto líquido como sólido como, ah, etéreo. Es decir, me encontraba ingiriendo con lentitud pero con seguridad (de ahí la definición: plácidamente), y alternativamente, una mezcla de cerveza, mojama, quisquillas y Shakespeare. Hacía sol, los beatíficos árboles sombreaban las mesas, y el camarero, oh prodigio, permanecía atento. Los condumios olían y sabían como suelen saber y oler esos condumios, y si tienen dudas, piensen en una columna del maestro Vicent.

En cuando a Shakespeare, la razón de tenerle en mi regazo no era otra que cotejar la edición en inglés de su Julius Caesar, según The Oxford Shakespeare. The Complete Works (acababa de adquirir el magnífico volumen en la Casa del Libro, kilo de genio por menos de 30 euros), con la traducción al castellano de Pujante, que tengo editada por Austral.

Estaba en la gloria, porque tal trajín cultural se debía al hecho de que Mario Gas y mis amigos del Teatro Español me habían regalado un par de entradas para, esa noche, asistir a una de las representaciones de dicha obra, una vibrante coproducción europea (más, que haya más), puesta en escena por Deborah Warner, con un elenco de intérpretes británicos extraordinarios, y en inglés con sobretítulos. Con Ralph Fiennes en el papel de Marco Antonio.

Mientras me hallaba gozando de los mencionados placeres sensoriales (sol en las piernas, quisquilla en paladar, cerveza en esófago, la frase "Oh, you hard hearts, you cruel men of Rome" en el escalofrío estético, y la perspectiva de que, esa noche, mi Ralph proyectara sus salivajos declamatorios hasta mi asiento de la fila siete; mientras todo ello eventualmente sucedía, se produjo el evento.

-Eres Maruja Torres, ¿verdad? ¿Te importa si te dejo un rato a mi madre, que tengo que subir aquí al lado a hacer un recado en un piso alto, y ella sufre de las rodillas?

-Por supuesto. Faltaría más. Siéntese, señora.

La dama que se había dirigido a mí me sonreía con una confianza y una alegría contagiosas. A su lado, su anciana madre parecía tranquila y no menos confiada.

-No sabe cómo se lo agradezco, porque no voy a dejar a la mujer de pie, apoyada en la pared -y, dirigiéndose a su progenitora-. Mira, mamá, esta señora es una periodista que escribe muy bien en EL PAÍS -yo hice ver que me sofocaba- y que cuidará de ti. Enseguida vuelvo.

La madre, educadamente, tomó asiento. Y la otra, rubia, alta y resuelta, entró en el portal vecino.

-¿Quiere tomar algo?

-No, gracias -dijo la mayor, cortés. Y se sumió en un filosófico silencio.

¿O era un resignado silencio? De repente, la duda nos cubrió de sudor frío: a mí, a la cerveza, a las quisquillas, a la mojama y a Shakespeare. ¿Cómo era posible que, en pleno barrio de Salamanca, alguien creyera que yo escribo bien y fuera capaz de confiarme a su madre? Es más, ¿no estábamos acercándonos a esas lamentables fechas en que muchos españoles practican el veraniego deporte de abandonar a sus ancianos en las gasolineras? La sospecha me devoraba.

No dejas de ser huérfana, me dije. Podrías adoptarla. ¡Quizá la ciudad de Madrid te nombraría hija predilecta, por tu buena acción! Le compraría zapatos, una bata, la pondría a mirar la tele.

-Bueno, mamá, lista - la voz de la hija me sacó de mis ensoñaciones-. ¿Has visto qué bien te ha cuidado la periodista?

Hacía tiempo que mi oficio no me deparaba la satisfacción de recibir tal demostración de confianza.

Pero sigo huérfana, y, esa noche, Ralph sólo llegó a la fila cinco con sus sensuales escupitajos. Esta profesión tiene sus altibajos, recordé.

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