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Reportaje:

Violaciones y silencio

Horror. También piedad fue el sentimiento que la autora de 'La joven de la perla' experimentó ante el drama de las mujeres violadas en Burundi. La escritora viajó hasta este país africano para mostrar la tragedia de una de las zonas más olvidadas.

Un poco más abajo del mercado y la estación de autobuses de Bujumbura, capital de Burundi, el visitante se topa con un anónimo portón de metal oscuro. Un guardia abre una rendija a la altura de los ojos, nos mira y después abre lentamente. Entramos en un amplio jardín. Al fondo se divisa una casa amarilla de una sola planta. El recinto, rodeado por un muro elevado, está principalmente lleno de maleza y hierbajos que un hombre corta con una guadaña; macizos de buganvilla, limoneros, naranjos y plátanos proporcionan una más que necesaria sombra.

Un grupo de mujeres y niñas se arremolina en la escalera de la casa. Cuando nos acercamos nos miran fijamente y yo trato de no hacer lo mismo con ellas. Entramos. La sala de espera está fresca y tranquila. En los sofás y en las sillas hay más mujeres y niñas sentadas que han ido llegando desde las seis de la mañana; unas han venido a pie o en autobús desde el campo; otras, acompañadas de familiares o amigos. Algunas, como una colegiala de la ciudad con su uniforme blanquiazul, o una abuela con 60 años y 16 nietos procedente del norte, optaron por venir solas. Constantemente aparecen más; al mediodía la sala estará a rebosar. Es lunes por la mañana y algunas han tenido un fin de semana muy ajetreado. La mayoría de estas mujeres y niñas han sido violadas.

Llegué pensando que vería lágrimas y gestos de dolor, que escucharía gritos y llantos, pero las mujeres están impasibles. Algunas hablan en voz baja con sus acompañantes, pero la mayoría permanecen sentadas en silencio, esperando. Los niños no paran de entrar y salir. Una niña de cinco años que fue violada hace cuatro meses está sentada en el suelo, al sol, jugando con muñecas de madera.

Puede que esta atmósfera contenida se deba a la conmoción, puesto que algunas mujeres han sido violadas hace sólo unas horas. Pero también sea quizá el deseo de guardar las emociones delante de desconocidos. A lo mejor, la falta de dramatismo también tiene algo que ver con el propio carácter burundés. A diferencia de otros países africanos, en Burundi la gente no muestra mucho sus emociones. Quizá sea ésta una de las razones por las que aquí proliferan las violaciones: es fácil esconderlas cuando todo lo demás también está oculto.

Bujumbura se asienta a orillas del largo y estrecho lago Tanganica. En la orilla de enfrente se alza un imponente muro montañoso que parece salido de El señor de los anillos; detrás se encuentra la enorme República Democrática del Congo. Según todos los informes, el Congo es un caos: abundan los rumores sobre salvajes asesinatos, violaciones sistemáticas e incluso canibalismo. En comparación, el diminuto Burundi (un poco mayor que Gales) parece reposado. La propia Bujumbura es una sencilla ciudad africana, con calles aceptablemente pavimentadas, luz, un enorme mercado, bancos, tiendas, escuelas e incluso una piscina pública. No obstante, pese a su aparente orden, en Bujumbura reina la violencia y la anarquía; las casas donde vive la clase media están amuralladas y custodiadas. Hubo una guerra civil en Burundi entre 1993 y 2003, y aunque el país no cayó en el genocidio absoluto como la vecina Ruanda, comparte cierta similitud con las tensiones étnicas entre hutus y tutsis, y con la erosión del tejido social.

El Gobierno burundés de posguerra sigue siendo provisional, a la espera de unas elecciones que conviertan el país en una auténtica democracia. La guerra desgarró el país económica y socialmente: el Informe sobre Desarrollo Humano de la ONU del año 2004 situaba a Burundi en el puesto 173 de una lista de 177 países. En las estribaciones montañosas que rodean Bujumbura se esconden guerrillas contrarias al Gobierno y de noche la ciudad está bajo el toque de queda.

El Centro Seruka (que significa "Sal a la Luz" en kirundi, el idioma local) lo inauguró en septiembre de 2003 la ONG Médicos Sin Fronteras. El centro dispensa tratamiento médico y terapia psicológica a víctimas de violencia sexual. Antes eran tratadas en el veterano Centro para los Heridos de Guerra Civiles de la misma organización, situado en otro barrio. Allí, las mujeres y las niñas que habían sido violadas podían encontrarse a veces con sus agresores, que estaban siendo atendidos por heridas de bala o fracturas. Era necesario que las mujeres necesitaran poder ir a un lugar en el que se sintieran protegidas y anónimas. Además de atender a víctimas de violación, el Centro de Salud de la Mujer también tiene un servicio de planificación familiar y trata enfermedades de transmisión sexual (ETS) para que así la gente no presuponga que cualquier mujer que acude al centro ha sido violada. Sin embargo, la violación es su principal preocupación. En la actualidad atiende un promedio de 120 casos mensuales de violación, mientras que cada mes sólo acuden entre 5 y 10 personas para asesorarse sobre planificación familiar.

En este centro, gestionado por mujeres, se respira energía, algo que también he detectado en el conjunto de las mujeres de Burundi: aunque ejerzan un poder económico o político escaso, siguen siendo la dinamo que empuja los engranajes sociales. Nunca están sentadas indolentemente junto a las carreteras, como hacen los hombres. Siempre se encuentran haciendo algo: llevar agua, vender cosas en el mercado, cuidar de los niños o trabajar en los campos con un bebé sujeto a la espalda. Hasta sus ropas son más espectaculares: lucen pareos y pañuelos para la cabeza de llamativos colores, mientras que los hombres prefieren las camisetas y los pantalones occidentales.

La mayoría de las víctimas de violaciones acude inicialmente al centro para conseguir antivirales que puedan impedir la infección del sida, pero para que surtan efecto hay que administrarlos antes de las 72 horas y tomarlos durante 28 días. Se ha desarrollado una eficiente y generalizada campaña para concienciar a la población burundesa sobre el sida y aquí a la gente le aterroriza la enfermedad, aunque en términos relativos la situación no sea tan mala como en otros países africanos: en Burundi, el 8,3% de los adultos es portador del virus del sida, frente al 20% en Suráfrica, el 25% en Zimbabue y el 36% en Botsuana. A las víctimas de violación que acuden a la clínica también se les realiza un examen médico y pruebas de ETS, y las atiende una psicóloga.

Aunque los antivirales pueden atraer a las víctimas al centro, la atención psicológica que reciben es un complemento útil. A Célestine, una de las psicólogas de la institución, no le da tanto miedo como a mí hacer preguntas difíciles. Me enseña un esquema de los que plantea y de los temas que trata con cada víctima. Van desde detalles concretos de la violación -"¿dónde te tocó?", "¿qué te dijo?", "¿te hizo daño?"- hasta cuestiones sobre otros aspectos de la vida de la agredida que se han visto afectados -"¿cómo te sientes con tu cuerpo?", "¿consigues dormir?", "¿te preocupa la seguridad?", "¿con quién crees que puedes hablar?"-. El hacer que hablen de lo ocurrido les ayuda a purgar su experiencia. Célestine será para muchas la única persona con la que hablen de su violación.

Así le ocurre a Françoise, una abuela de 60 años. Viuda desde hace años, lleva en la cabeza un pañuelo verde, amarillo y naranja bajo el que asoman rizos negros y grises. Durante la sesión de terapia, Célestine le mira constantemente a los ojos y esboza una media sonrisa, mientras se dirige en tono quedo y sosegado a Françoise para animarla a hablar. Aunque no entiendo kirundi, parece que Françoise le está relatando con todo detalle lo ocurrido. Apenas muestra emociones evidentes, pero de vez en cuando se inclina hacia un lado y se lleva la mano a la frente. "Le avergüenza que violen a una mujer de su edad", me explica Célestine. "No se lo ha dicho a nadie y nunca lo hará". Ahora ha venido por primera vez a la clínica -dos meses después de la violación- porque le duele el abdomen (las pruebas revelan que Françoise ha contraído una enfermedad de transmisión sexual), y ha mentido a sus hijos para desplazarse hasta Bujumbura.

Al final de la sesión, Françoise me mira y me dice: "Quiero saber algo de usted". Me parece justo, así que le digo lo que puedo y le enseño una foto de mi hijo. "¿Sólo uno?", comenta. "¡Doy gracias a Dios por haber tenido tantos hijos!". Cuando le prometo que guardaré su secreto, Françoise me sonríe.

La edad de Françoise es relativamente inusual. En Burundi, la mitad de las víctimas de violación tiene menos de 18 años y muchas son niñas de pocos años, quizá porque está claro que son vírgenes y que, por tanto, no transmitirán el virus del sida. Hay algunos violadores que creen incluso que mantener relaciones con una virgen les curará su propio virus. También oigo hablar de otras supersticiones como que acostarse con una enana trae suerte o hacerlo con una anciana da sabiduría.

En el centro conozco a chicas de 5, 10, 14 y 17 años que han sido violadas. A la víctima más joven la visito en su casa, a unos diez kilómetros de Buhiga, una localidad del norte en la que Médicos Sin Fronteras ha comenzado a hacerse cargo de las víctimas de violencia sexual, al tiempo que mantiene el hospital provincial y un centro de nutrición. Christine tiene dos años y diez meses, y la semana pasada fue violada por un hombre empleado por su madre para ayudarla con la casa. La casa -una choza, según los esquemas occidentales- es mayor y está mejor construida que las demás que visito, está hecha de ladrillos y cuenta con un tejado de cinc. Puede que el suelo de la cocina sea de tierra compacta, pero está lleno de comida: manojos de plátanos, latas de aceite y sacos de harina de yuca. Hay dos camas y una mesa con sillas de madera maciza en lugar de banquetas hechas de cajas. Christine y su madre, Béatrice, llevan ropa limpia y bastante nueva: Christine va con un vestido blanco y un jersey de rayas; Béatrice, con una camisa roja y blanca, un pareo verde y blanco, y un pañuelo le oculta el pelo. Los otros hijos de Béatrice, cinco chicos y otra chica, están en la escuela mientras conversamos. Un vecino de 11 años cuida de Christine cuando Béatrice va a trabajar en los campos o vendiendo rengarenga -una planta de hojas largas similar a la espinaca- en el mercado.

La pequeña Christine es todo un carácter, fuerte y juguetona, y en cuanto la conozco sé que va a superar la violación. A gran parte de las niñas de su edad que han sufrido esa clase de experiencias traumáticas les aterrorizarían los desconocidos, pero Christine sólo se retrae por un momento. Enseguida nos lanza largas y simpáticas miradas, con la cara llena de curiosidad, levantando la barbilla y mirándonos directamente a los ojos. Posa obedientemente con su madre para una foto de espaldas, pero no puede evitar volverse hacia Tom para observarle con detenimiento y evaluarle.

Béatrice, su madre, es una mujer menuda, de un rostro expresivo y suavemente anguloso, que habla con una voz suave que, como la de una cantante bien adiestrada, no flaquea. Tiene las cosas claras y es fácil darse cuenta de dónde saca su hija su determinación. Es evidente que madre e hija se adoran mutuamente. Sentados todos dentro de la casa mientras una súbita tormenta golpea contra el tejado, las dos permanecen abrazadas; Christine, feliz y descarada en el regazo de su madre.

La niña se quedó en casa sola con el chico -en realidad, un hombre de 18 años- durante sólo un rato que, por desgracia, fue suficiente. Béatrice había ido a los campos; los demás niños, al colegio, y la canguro salió un momento a por leche. Cuando volvió se encontró al hombre encima de Christine. Él escapó corriendo, pero lo atraparon y ahora está en la cárcel. Mediante gestos, Christine mostró a su madre lo que había ocurrido con el sirviente. Béatrice la llevó a un médico cercano, quien confirmó que había sido violada, aunque parece que no fue penetrada, lo cual puede ser positivo con vistas al futuro, puesto que la virginidad es muy apreciada y constituye un requisito indispensable si una muchacha quiere casarse.

Christine no ha llorado desde entonces, ni ha hablado de la violación. Pero por la noche tiene pesadillas y entonces su madre la estrecha entre sus brazos como lo hace ahora. "La quiero tanto…", dice Béatrice. Al final descubro que posiblemente Christine puede ser su último hijo -Béatrice tiene 44 años- y que se le han muerto otras tres niñas. Aquí los hijos son tan importantes para las mujeres que generalmente la primera pregunta que les hago es cuántos tienen. Me dicen el número de chicos y de chicas, pero detrás siempre se cierne una tercera cifra fantasmal: la de los niños que han muerto por malaria, diarrea, infecciones respiratorias, tifus y desnutrición.

Ahora parece que a Christine y a su madre todo les va bien, salvo una cosa. Es fácil olvidarse de los padres en situaciones como ésta. El marido de Béatrice es un soldado que vive en un campamento del que el resto de la familia se mudó hace un año, porque se dieron cuenta de que allí era difícil llegar a fin de mes. Se establecieron donde consiguieron comprar un trozo de tierra, pero eso significa que el padre tiene que vivir separado de su esposa y de sus hijos. El padre de Christine ya se ha enterado de la violación: Béatrice pidió a un familiar que fuera a contárselo. Cree que su marido volverá en un par de días. Según ella, él es quien tiene que decidir qué hay que hacer con el sirviente encarcelado. Béatrice es cristiana y cree en el perdón. "Cuando mi marido vuelva", dice, "si el hombre acepta que ha hecho algo malo y pide perdón, mi marido lo hará porque conoce a Dios. No somos quiénes para juzgarle".

No está claro que el marido de Béatrice vaya a mostrarse igual de comprensivo con su mujer. Ella teme que se enfurezca. "¿Qué puedo hacer para aplacarle?", pregunta. Allison, la psicóloga de Médicos Sin Fronteras, se ofrece para hablar con él sobre la medicación que está tomando Christine y para explicarle que la violación no es culpa ni de la niña ni de Béatrice. Pero todas las mujeres de la habitación -la madre y la hija, los médicos y yo- sabemos lo difícil que es contener la marea de furia de un marido contra su esposa. No paro de preguntarme al día siguiente si habrá llegado ya a su casa, si ha golpeado a Béatrice o a Christine o si las ha echado de casa. Y todavía me lo sigo preguntando.

Léocadie es una de las muchas mujeres del centro de salud de Bujumbura que se muestra sorprendentemente dispuesta a hablar de sus experiencias y a ser fotografiada de frente, incluso cuando le damos muchas oportunidades de negarse o de fotografiarla de espaldas o perfilada para conservar su anonimato. El centro, mediante una compleja codificación y escondiendo los historiales, se asegura de que éstos sean absolutamente confidenciales. En Burundi, como en la mayoría de los lugares, el estigma sobre las mujeres violadas es enorme. En el Reino Unido tampoco se da el nombre de las víctimas de violaciones en la prensa.

Léocadie tiene 20 años y vive en una provincia apartada. Ha tenido que coger un autobús para llegar a Bujumbura. Envuelto en un paño azul y amarillo lleva a un niño de un mes al que amamanta mientras hablamos. Mientras mama, su hijo fija la mirada en ella; cuando abre la boca para bostezar, tiene la lengua blanca de leche.

Léocadie fue violada cuando estaba casi en su quinto mes de embarazo. Vende maíz en el mercado y, a veces, cuando su huerto no le da lo suficiente, sus vecinos le entregan algo de sus cosechas para que lo venda. Un día, un vecino le ofreció ver las verduras de su huerto y la condujo a un rincón apartado para luego violarla. "Era muy fuerte", me dice. "Me agarró con una mano la garganta y con la otra me tapó la boca". No pareció importarle que estuviera embarazada.

Léocadie ha venido al centro para su revisión semestral y ya sabe que no es portadora del sida. Es un golpe de suerte en su vida. Después de la primera visita a la clínica no tuvo tanta suerte: se quedó durante una semana para que pudieran controlarle el embarazo (hay espacio para que varias mujeres puedan pernoctar allí), y cuando volvió a su pueblo descubrió que su marido la había abandonado a causa de la violación, llevándose a su hija de tres años con él. Léocadie sólo ha visto a la niña dos veces desde entonces y dice que ella y su marido están "divorciados", aunque posiblemente no en un sentido legal. También se ha cambiado de pueblo porque unos vecinos se portaron mal con ella, y ahora vive entre vecinos cristianos que, según ella, son mucho más afables. Solía encontrarse con la esposa de su atacante, pero la saludaba y poco más. Nunca hablaron de lo ocurrido. El hombre se ha escapado. Aquel momento de violencia en el huerto ha roto dos matrimonios y ha privado a una mujer de su hija.

Durante las entrevistas que mantuve con estas mujeres les pregunté por qué violaban los hombres. Me dieron respuestas como éstas: "Satán le obligó"; "le dieron una mala educación"; "su padre también violaba a mujeres y él ha heredado el impulso"; "está loco"; "quería una esposa". Ninguna habló sobre lo mal que les va en general a las mujeres en Burundi o sobre la dominación masculina que tanto las oprime. Son fatalistas, lo cual quizá explique por qué el cristianismo ha calado tanto aquí. Ninguna de las respuestas va realmente al fondo de la cuestión: ¿por qué los hombres les hacen esto a las mujeres? No es un problema que afecte únicamente a Burundi o a los países del Tercer Mundo. En el Reino Unido también hay hombres que violan a niñas de dos años y nadie sabe por qué. Quizá, aunque me asqueen las respuestas de las mujeres burundesas, mi reacción no sea la de la rectitud, sino un cauteloso gesto de reconocimiento.

En Burundi, las circunstancias facilitan realmente que los hombres puedan violar impunemente. Fuera de Bujumbura, en el campo, hay pocos pueblos -la gente más bien alude a su "colline", la colina donde viven-, y las casas están dispersas y aisladas. La guerra civil ha socavado los elementos comunitarios que había al destruir familias y dispersar a los vecinos. Además, muchos hombres han muerto y muchas mujeres se han convertido en cabezas de familia. Con frecuencia trabajan en los campos y tienen que recurrir a sirvientes que pueden acceder con facilidad a niñas solas y vulnerables.

Es muy habitual que a los violadores ni se les atrape ni se les castigue, ni siquiera cuando se sabe quiénes son. Un chaval, cuya hermana sordomuda de 13 años fue violada por un vecino, me dijo que todavía sigue viendo a veces al hombre en el mercado, pero que no va a hacer nada porque la familia de éste ha amenazado a la suya para que no trate de denunciarle. Hay varios casos en los que el acusado está en la cárcel, pero es improbable que le juzguen: los retrasos y las costas suelen disuadir a las familias de las víctimas. Médicos Sin Fronteras remite a las mujeres y muchachas que sí quieren exigir justicia a la organización francesa Abogados Sin Fronteras, una ONG que en la actualidad registra 74 casos de violación en sus libros, de los cuales sólo se espera que la mitad llegue a juicio. Por desgracia, como suele ocurrir en las violaciones, hay pocas pruebas concretas para incriminar a un agresor y, aunque haya un "certificado de violación" emitido por un médico, sin un testigo es muy habitual que el caso se reduzca a enfrentar la palabra de la mujer contra la del hombre.

Sin embargo, esto no significa que las víctimas hayan renunciado a la justicia. "Ahora quiero que se muera en prisión", declara Alicia, una enérgica niña de 10 años que había sido violada el día anterior por el hijo de un vecino mientras su madre estaba en misa (el 60% de la población es católica). Su elegante madre, que luce un pañuelo de cabeza y un vestido de satén púrpura, parece un poco azorada ante la empecinada respuesta de su hija. "Quizá deba quedarse para siempre en la cárcel", rectifica la madre.

Durante nuestro último día visitamos a Josephine, en el extremo sur de Bujumbura, en un barrio poblado por personas desplazadas por la guerra civil. Esos barrios sufren una pobreza crónica y carecen de la cohesión social de una comunidad más consolidada. La zona está llena de gente que lo ha perdido todo -hogar, trabajo, familia- y que irradia vulnerabilidad. El director del centro de salud local me dice que atienden un promedio de ocho casos de violación al mes -aunque seguramente se cometan muchas más- y que los violadores suelen ser soldados del Gobierno o de antiguos grupos guerrilleros incorporados al ejército, que atacan a quienes menos posibilidades tienen de defenderse.

Josephine tiene 16 años y un hijo de un mes cuyo padre es su violador. Tiene un rostro felino, de pómulos altos y anchos, ojos castaños rasgados y labios carnosos que se dibujan en torno a una boca pequeña. Lleva una camisa amarilla y un pareo azul y verde, y se sienta conmigo en una estera sobre el suelo de tierra de una habitación vacía que, junto a otro cuarto (también vacío, salvo por una alfombrilla de plástico donde tumba a su niño), Josephine comparte con una viuda que la ha acogido. En este país he comenzado a comprender lo que significa ser pobre y en este lugar ya no se puede caer más bajo: ni muebles, ni comida, ni más ropa que la que la muchacha lleva encima.

Antes, Josephine vivía en el campo con sus padres. Los mataron en 2002, poco antes de finalizar la guerra. No tiene ningún hermano. Acabó en una zona para personas desplazadas de Bujumbura llamada Kiname, donde hace 10 meses irrumpieron unos atracadores desconocidos y la violaron. Los vecinos escucharon sus gritos, pero no pudieron socorrerla y la ayudaron a llegar al centro sanitario local. Ha pasado por diversas asociaciones -sorprendentemente, proliferan- que terminaron trasladándola a este nuevo barrio. Josephine frunce el labio superior casi con un elaborado desdén cuando le preguntamos por su situación. "Preferiría volver a Kiname", dice. "Allí no hay tanta pobreza como aquí".

No tiene mucho que decir sobre el rumbo que ha tomado su vida, por qué la violaron o qué será de ella. Mis preguntas le resbalan. Yo, protegida por el bienestar material, la asistencia sanitaria y la educación, me permito el lujo de abarcar mucho más que el presente, analizando el pasado y anticipando el futuro. Sin embargo, Josephine vive completamente el momento; no se detiene en su desdichado pasado y se encoge de hombros cuando le preguntan por el futuro. Nunca había conocido a alguien tan absolutamente ajeno al discurrir del tiempo. El pasado y el futuro bien podrían no existir; sólo existe la boca abierta de su hijo que necesita llenarse, su cuerpo que hay que lavar y vestir. Nos pide comida -reconoce que no come todos los días-, ropa y jabón; éstas son sus necesidades inmediatas.

Josephine es la última mujer que entrevisto antes de abandonar Burundi y, de golpe, al negarse a abordar el trauma de la violación, amplía el panorama del que me he estado ocupando toda la semana. Cuando le pregunto qué le ha afectado más, la violación o la guerra, me responde inmediatamente: "La guerra, por supuesto, porque aún sigue afectándome". Con un ademán alude a la nada que la rodea. Su respuesta es cortés, pero siento que ha sido una ingenuidad hacerle esa pregunta. La violación, por lo menos, le dio a su hijo, la única cosa positiva de su vida. "Él es mi futuro", dice, mucho más preocupada por él que por cualquier futuro marido.

Cuando el fotógrafo le sugiere que se cubra la cara para proteger su anonimato en las fotos, Josephine se lo piensa por un momento; después se incorpora, se quita del pelo su pañuelo de lunares y se lo enrolla alrededor de la cara, dejando sólo un ojo visible. Es un gesto de seguridad digno de una pasarela de moda; en otra vida, con sus bellos labios y su serenidad, Josephine podría haber sido una modelo. En otra vida, podría haber sido muchas cosas. Pero está aquí y, probablemente, su precaria existencia se vea salpicada por el hambre, las penalidades y la pérdida hasta que, finalmente, pierda su propia vida. Se queda de pie en el umbral con su bebé en brazos, mirándonos marchar, y tengo la sensación de que yo ya la he perdido.

Este artículo forma parte del proyecto de Médicos Sin Fronteras del Reino Unido para mostrar la violación de los derechos humanos en las zonas más olvidadas del planeta.

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