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LOS PROBLEMAS DE LOS INMIGRANTES

El camino de ida y vuelta del hambre

Cientos de subsaharianos caminan desde Oujda hasta los montes de Nador, donde esperan su oportunidad para saltar la valla

Cecilia Jan

La carretera que une la ciudad de Oujda, en la frontera este con Argelia, con los montes de Nador, donde cientos de subsaharianos esperan su oportunidad de saltar la valla hacia el sueño europeo, representa la imposibilidad de frenar el hambre y la desesperación. Al caer la noche, se pueden ver grupos de inmigrantes caminando rumbo a las fronteras de Melilla. Algunos vienen por primera vez, tras recorrer miles de kilómetros desde sus países de origen, y otros han hecho este trayecto incluso seis veces, por cada una de las ocasiones en las que han caído en manos de las fuerzas de seguridad marroquíes.

Los compañeros que ya están en los bosques cercanos les esperan, hasta reunir un grupo lo suficientemente grande para saltar la valla, alentados por el éxito de las últimas avalanchas masivas. Así lo confirma Ibrahim, de 18 años, que logró entrar en el salto de la madrugada del lunes. La voz se corre pronto, a través de los teléfonos móviles con los que se comunican aún viviendo en el monte, y con los que llaman a amigos de Maghania, a 120 kilómetros de Oujda en el lado argelino, o en esta misma ciudad.

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"Estuvimos una semana en el bosque, pero no tuve el valor de intentarlo, por mi familia"
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Por el momento, siguen viniendo, pese a ser conscientes de que pueden morir en el intento, como ocurrió en la noche del jueves en Melilla con seis de ellos. Cuando son capturados por las fuerzas marroquíes, lo habitual es que tras pasar por la fiscalía se les expulse a Argelia. Una expulsión que en la práctica, y debido a las pésimas relaciones entre ambos países, se limita a llevar a los inmigrantes hasta la frontera, hacerles pasar a la tierra de nadie, donde son curados por Médicos Sin Fronteras. Inmediatamente, vuelven a cruzar a Marruecos, aunque algunos reculan hasta Maghania, donde descansan hasta recuperar fuerzas.

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Algunos emprenden camino sin esperar, de forma que entre cuatro a seis días después de la expulsión están nuevamente en Nador. Como Boubacar Baldé, de Guinea Bissau, que repitió el camino seis veces. Este joven, que consiguió entrar a Melilla la pasada semana, asegura que las fuerzas marroquíes le pegaron y le quitaron su dinero. Otros permanecen en Oujda, donde han establecido varios campamentos, uno de ellos en los terrenos de la Facultad de Derecho, donde la policía no puede entrar sin autorización del presidente de la Universidad. Y otros, que sufren peor suerte, son abandonados en pleno desierto.

En el campus universitario de Oujda es habitual ver a subsaharianos que entran y salen a través de un hueco en la verja de la facultad. Justo enfrente de ésta, y junto a un locutorio, pasan el día una decena de congoleños, entre ellos tres mujeres y una niña de dos años. Banga-Bola, pulcramente vestido con una camisa amarilla y unos pantalones grises, enseña un documento expedido por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados en Rabat. Un papel que tienen también casi todos sus compatriotas, y que certifica que están bajo la protección temporal de la agencia hasta que se resuelva su solicitud de refugiado.

El documento no ha impedido que fuera capturado en una redada en la capital marroquí, y trasladado a la frontera de Argelia junto con su mujer y su hija. Desde allí, se dirigieron a Rostrogordo, los pinares que lindan con el perímetro fronterizo de Melilla por el norte, y por donde se ha producido la mayoría de las avalanchas, ya que la valla aún mide tres metros. Banga-Bola no saltó. "Estuvimos una semana en el bosque, pero no encontré el valor para intentarlo, por mi familia", dice. A principios de septiembre, fueron detenidos y llevados nuevamente a Oujda, donde se han quedado, sin tener muy claro qué hacer.

La niña, con el pelo lleno de trencitas, vestida de vaquero, juega con una preciosa sonrisa mientras su padre cuenta su historia. Por la noche no duermen en la facultad, aunque no quiere precisar dónde lo hace. Prefieren no entrar por miedo. Dentro, más de un centenar de inmigrantes se organizan por nacionalidades. Algunos nigerianos atemorizan al resto exigiéndoles dinero.

Hasta el momento, no se han producido grandes conflictos entre los acampados y los universitarios. Pero la relación que mantenían al principio de llegar, hace tres o cuatro años, en la que los estudiantes les ayudaban y protegían, va empeorando, según el presidente de la Universidad, Mohamed El Farissi. Nadia, Iman y Sana, tres estudiantes de Economía de primer año, reconocen que les tienen miedo, y se quejan de que no pueden parar tranquilas sin que se les acerquen a pedir limosna. Por el contrario, Abdelkarim, que estudia Matemáticas, cree que los marroquíes no han de olvidar que hay compatriotas que llevan esta misma vida en otros países.

El presidente de la Universidad reconoce: "No sabemos qué hacer con ellos". Ahora, se limita a avisar a la policía y autorizar su entrada cuando se agrupan trescientos o cuatrocientos. Pero reconoce que a los dos días están de vuelta.

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Sobre la firma

Cecilia Jan
Periodista de EL PAÍS desde 2004, ahora en Planeta Futuro. Ha trabajado en Internacional, Portada, Sociedad y Edición, y escrito de literatura infantil y juvenil. Creó el blog De Mamas & De Papas (M&P) y es autora de 'Cosas que nadie te contó antes de tener hijos' (Planeta). Licenciada en Derecho y Empresariales y máster UAM/EL PAÍS.

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