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Los fantasmas del pasado

Hace exactamente 16 años, a finales del verano de 1989, llegaba de Varsovia una noticia sorprendente: por primera vez en la historia del bloque soviético del Este se había formado en Polonia un Gobierno no comunista. Era el resultado de las elecciones semilibres a la Sjem (Cámara baja) que mostraron la fuerza de la oposición de Solidaridad y la inestabilidad de la coalición formada por el Partido Obrero Unificado Polaco (POUP). De pronto, las consignas lanzadas por Adam Michnik en su diario Gazetta Wyborcza tomaron consistencia: "El presidente para ellos, el primer ministro para nosotros". Así fue como Tadeusz Mazowieski tomó las riendas del Gobierno ayudado por Leszek Balcerowicz como ministro de Economía (que hoy preside el Banco Nacional de Polonia).

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Este periodo romántico no duró mucho, ya que Lech Walesa, relegado en Gdansk, forzó en 1990 unas elecciones presidenciales que ganó. De su breve paso al frente del Gobierno, Tadeusz Mazowieski reconoció haber cometido muchos errores, el principal de los cuales fue no haber comprendido que el cambio del socialismo al capitalismo debe hacerse más lentamente sin forzar en las cuestiones sociales. Como resultado de ello, Polonia se ha convertido en un país con una exigua minoría de ricos y una gran masa de obreros mal pagados, sin olvidar el 18% de parados que, en las antiguas provincias alemanas del Norte, alcanza el 40%. Esto ha producido un descontento popular que en 1995 barrió del poder al presidente Walesa, en cuyo lugar fue elegido el poscomunista Alexander Kwasniewski. Pero, pese a varias elecciones legislativas y a unas nuevas elecciones presidenciales en 2000, ganadas de nuevo por Kwasniewski, la situación social no ha evolucionado mucho. En el plano económico, gracias a las inversiones extranjeras y a las deslocalizaciones de las empresas occidentales, ha habido una clara mejoría, pero sin que se refleje en el aumento de los ingresos de los trabajadores ni en una reducción del paro.

Ahora los polacos se disponen a votar en septiembre para elegir el nuevo Parlamento y, posteriormente, el nuevo presidente. El clima electoral se encuentra gravemente deteriorado por el fracaso del Gobierno poscomunista de la Alianza de la Izquierda Democrática (SLD, siglas en polaco) y por el aumento del nacionalismo, sobre todo antiruso. A todas luces, la SLD no tiene nada que proponer en el plano social y los electores desengañados se precipitan sobre otras listas. Según las encuestas, Lech Kaczynski, el alcalde de Varsovia más bien euroescéptico, figura en primer lugar, y ha decidido introducir la pena de muerte, guste o no a la Unión Europea. Si sale elegido presidente, encargará la presidencia del Consejo de Ministros a su hermano gemelo Jaroslav. Le sigue Donald Tusk, de centroderecha, que se dio a conocer al participar en la comisión parlamentaria sobre corrupción en la que atacó sin mesura al primer ministro de la época, Lechek Miller. Este último tuvo que dimitir pese a que la comisión no lograse ningún resultado convincente. El demagogo Andrzej Lepper, líder de un pequeño grupo de autodefensa, ocupa la tercera posición, pese a numerosas denuncias por difamación interpuestas contra él por aquellos a los que acusa de ladrones y corruptos. A continuación, figura la Liga de las Familias Polacas (ultracatólica), dirigida por Maciej Giertych y apoyada por Radio Marya, que no escatima en declaraciones antisemitas. A la SLD y otro partido nacido de su escisión les costará superar el 5% necesario para tener diputados. Para las presidenciales, los colores de la SLD serán defendidos por el ex ministro de Asuntos Exteriores y presidente del Parlamento, Wlodzimierz Cimoszewicz, que tendrá difícil rebasar la barrera del 20% que le otorgan las encuestas.

El debate electoral está concentrado en dos puntos: la búsqueda de ex agentes comunistas y la batalla contra Rusia. El primer punto se refiere a antiguos escándalos que se remontan a 40 años atrás, y se sabe que los documentos de la época han sido manipulados por la policía política, salvo aquellos que han permanecido en la policía y que son considerados intocables. Respecto a las relaciones con Moscú, Polonia se jacta de haber sido uno de los impulsores de la revolución naranja en Ucrania y le gustaría repetir la misma proeza en las elecciones presidenciales de Bielorrusia en 2006. Pero el presidente Lukachenko, aunque autoritario, no está dispuesto a dejarse hacer, como tampoco Moscú, que no aceptaría tal cambio.

Mientras tanto, unos adolescentes, hijos de diplomáticos, han sido apaleados en Varsovia y les han sido sustraídos sus teléfonos móviles y su dinero. Fue un error por parte de los maleantes que, al utilizar los móviles, fueron detenidos dos días más tarde. Poco después, en Moscú, unos cabezas rapadas dieron una paliza a unos diplomáticos polacos y al corresponsal de un gran periódico, Rzeczypospolita. Hubo notas de protesta y Kwasniewski telefoneó a Putin. Nada ha trascendido sobre esta conversación, pero el clima de las relaciones ruso-polacas vive a todas luces uno de sus peores momentos.

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En la prensa, unos artículos proponen que el objetivo de la diplomacia polaca debería ser romper el eje Putin-Chirac (sigue siendo el recuerdo de la guerra de Irak). No se olvida que el presidente francés criticó a los polacos sumamente pro-estadounidenses al decirles que habían "perdido una oportunidad de callarse". Pese a todo, resulta difícil comprender cómo los polacos podrían perjudicar a Francia y Rusia, sea cual sea su deseo.

La problemática social ha sido dejada de lado, como si este país nadase en la abundancia. En realidad, el engaño sobre la lustración (búsqueda de ex comunistas) y la rusofobia impiden abordar estos temas de capital importancia. Paradójicamente, Polonia recupera los fantasmas de antes de la guerra: Rusia ha sustituido a la Unión Soviética y, a fuerza de hincharse los pulmones, los polacos han perdido el sentido de las proporciones. No parecen temer un conflicto con la Unión Europea que, sin embargo, es necesaria para su subsistencia.

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