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REVUELTA URBANA EN FRANCIA
Columna
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Pensaban en otra cosa

Lluís Bassets

No es una Intifada, porque no tiene como objetivo atacar a una fuerza de ocupación. No es la kale borroka de nuestras ciudades vascas, porque no son los ejercicios gimnásticos de futuros terroristas que arrasan con todo lo que tenga que ver con España, ni hay una voluntad de acorralar a quienes no comparten sus objetivos. No es una revuelta como la de mayo de 1968, que tenía objetivos revolucionarios y ocupó los espacios públicos, las calles del centro de París, teatros y universidades. Nadie toma aquí la palabra en público en nombre de los rebeldes ni se conocen sus líderes, programas o ideas.

Tampoco es terrorismo islamista. Lo señala Olivier Roy, uno de los mejores estudiosos del Islam contemporáneo, en un espléndido artículo ayer en el Times de Nueva York (Get French or Die Trying, en www.nytimes.com). No están dirigidos por Al Qaeda. No quieren que se aplique la charia en Francia. Quizás lo querrán dentro de unos meses, después de pasar por las cárceles y de ser apaciguados por ciertos imanes. Pero no ahora. Nada tiene que ver esta destrucción con Irak ni con Palestina. No es ni siquiera un movimiento, sino que más bien se parece a una enfermedad suicida, que destruye escuelas, gimnasios y guarderías, automóviles y camiones, tiendas y empresas de quienes viven en los propios barrios marginados.

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Estos jóvenes, adolescentes y casi niños muchos de ellos, han elegido la violencia como forma de participación política. Son franceses y quieren ser reconocidos como tales: iguales, libres y amparados por la fraternidad republicana. Pero se sienten discriminados, oprimidos y con la gélida hostilidad de la identificación por la edad o por la pinta. Nada se les ofrece en estos desiertos de la República en que se han convertido casi todos sus 700 barrios conflictivos. Los ascensores sociales y las fábricas de hacer ciudadanos han dejado de funcionar. No hay servicio militar obligatorio. No hay calidad ni disciplina en una escuela pública que produce fracaso y paro. Las familias están desestructuradas. Los partidos y sindicatos de izquierdas -que tradicionalmente encuadraban a los de abajo- han desaparecido. La integración por el trabajo está vedada en estos barrios donde una de cada cuatro personas en edad laboral es un parado. Y ay de nosotros si deben ser las mezquitas, las sectas y los barbudos los únicos que pueden encuadrarles y ofrecerles consuelo. Ante tanto fracaso social y político, no se les ocurre nada más que prender fuego a los coches de sus vecinos, de sus padres y hermanos. Para que se les vea, para que se les reconozca como problema. En una competición delirante entre barrios para demostrar ante los medios qué suburbio produce más destrozos y quema más coches.

Es un misterio de la política llegar a entender cómo y por qué se ha producido este terremoto que ha hecho temblar los cimientos de la República. ¿No estaban advertidos los responsables políticos? El ministro del Interior francés, Nicolas Sarkozy, es un tipo realmente extraordinario. Vean lo que declaró en enero de 2004, al corresponsal de EL PAÍS en París, Joaquín Prieto: "Los barrios a los que les hemos pedido firmemente que respeten la ley deben comprender que la República les ayudará, siempre que vuelvan al buen camino. (...) El laxismo de los poderes públicos, desde hace años, ha conducido al establecimiento de zonas sin ley". El periodista le pregunta entonces: "¿Quiere decir una solución policial o un plan de integración?", a lo que responde: "Hablo de una solución completa, adaptada a cada barrio (...) No voy a negociar el restablecimiento del orden público, el orden será restablecido y se discutirá después. Cuando se entienda que todos deben respetar la ley, la República hará más por aquellos que lo comprendan".

¿Además de hablar, qué ha hecho el señor Sarkozy en estos casi dos años? Sacar pecho, citar al toro: calificar de "chusma" a los jóvenes airados. Se ha erigido así en el organizador de un movimiento que ahora tiene ya un objetivo: su dimisión. Una gamberrada masiva se ha convertido en un desafío político, que ha obtenido una respuesta, además de tardía, dubitativa y dudosa por parte del Gobierno. En realidad, tanto el presidente, Jacques Chirac, recién salido de una enfermedad, como el primer ministro, Dominique de Villepin, y el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, estaban pensando en otra cosa. De hecho, sólo pensaban en otra cosa: en el combate sin cuartel entre ellos por liderar a la derecha en las elecciones de 2007 para ocupar la Presidencia de la República. Todos ellos lamentables patos cojos, averiados como Bush y los suyos ante el Katrina.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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