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El final del atlantismo

¿Deben Estados Unidos y Europa preservar en el siglo XXI la relación especial que ambos mantuvieron en el pasado? Dicha relación se sustentó en lo que podemos llamar el atlantismo, por el cual en último termino Europa supeditaba sus diferencias con EE UU a la defensa de Occidente y a la estabilidad de la Alianza. Aunque a lo largo de la guerra fría no faltaron crisis de confianza mutua -Suez, Vietnam, la retirada de Francia de la estructura militar de la OTAN, los euromisiles, o las acciones encubiertas en América Latina-, con el paso de los años esa relación llegó a convertirse en un fin en sí mismo. Por lo general, se trataba de una relación desequilibrada -el socio europeo cedía en caso de discrepancia- y excluyente -no se respetaba a nadie que no fuera uno de los nuestros-. Pero he aquí que la globalización, con sus crisis financieras y humanitarias, con sus riesgos y oportunidades a gran escala, parece haber desprovisto a la relación transatlántica de su sentido de urgencia y exclusividad, obligando a EE UU y a Europa a implicarse en los retos del planeta y a compartir sus decisiones con el resto. Así las cosas, una nueva alianza transatlántica sólo tendría sentido para ambos si se tratara de un medio para la consecución de un objetivo más alto: un programa de buen gobierno mundial. Para Europa, este proyecto se presenta como un objetivo irrenunciable, tanto desde un punto de vista altruista como de su propia supervivencia. El fin de época en que nos hallamos nos obliga a plantearnos la cuestión de cómo aquello que compartimos con EE UU -intereses, valores, amenazas- puede fundamentar una relación de naturaleza distinta respecto de la que mantenemos con el resto del mundo.

Respecto a los intereses comunes, tan importante como la integración económica de ambos bloques podría resultar el hecho de que la hegemonía compartida hunde sus pies en el barro de la desigualdad, y se revela insostenible a largo plazo. Está la gran cuestión geopolítica que EE UU y Europa tienen que afrontar, y es cómo se traducirá en los próximos decenios su previsible sorpasso por parte de las economías de los BRIC's -Brasil, Rusia, India y China- en un reordenamiento del statu quo mundial. Pero este aspecto no puede separarse de otra consideración de tipo normativo: los dos deberían permanecer unidos con el fin de preservar para ese nuevo mundo su mejor tradición de libertad, de derechos y de bienestar, y no para replegarse sobre los privilegios de que ambos disfrutan hoy, ya sea en el comercio mundial, en el Consejo de Seguridad de la ONU o en el uso de la energía nuclear. Así pues, los intereses comunes pasan por gestionar de manera concertada su declinar relativo respecto a los países emergentes y, junto a éstos, poner en marcha reformas y nuevas instituciones, sin perder de vista a los olvidados de África, Asia o América Latina. ¿Puede darse un cambio así en los cimientos del edificio mundial sin provocar un derrumbe que aniquile a sus protagonistas? Para evitar un conflicto devastador será preciso que Europa y EE UU tengan muy claro el objetivo.

En cuanto a los valores comunes que forman parte de nuestra tradición -democracia, derechos humanos y libertades-, está claro que en algunos casos no compartimos las prioridades en caso de conflicto entre dichos valores y otros como la seguridad: ahí están a modo de prueba Guantánamo, la Patriot Act o la Corte Penal Internacional. Se diría que en la práctica cada uno de esos valores parece desdoblarse en dos versiones: una local o nacional, y otra universal, que pugnan entre sí y conducen a interpretaciones divergentes del derecho internacional y del uso de la fuerza. Esta división, que se extiende a lo largo del planeta, impide plantearse hoy un frente atlántico moral, y está a la espera de una reunificación. Finalmente, es dudoso que afrontemos propiamente la misma amenaza terrorista. Como adivinara hace dos siglos el secretario de Estado norteamericano John Quincy Adams, desde el 11-S, EE UU ha salido al extranjero a matar el monstruo terrorista; pero Europa (salvo Tony Blair) ya no cree en los monstruos, sino en la eficacia de las ideas y de la cooperación.

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¿Qué puede hacerse para superar este triple desajuste en la relación transatlántica? La falta de sintonía con los neocon de la Administración Bush tiene su origen en una globalización que ha elevado al máximo exponente la interdependencia y su correlato, la vulnerabilidad. Lo cierto es que la situación tiene mucho de paradójico. Por un lado, el mayor impulsor de la primera globalización, la de la nueva economía y las nuevas tecnologías en la década de los noventa, ha convertido en obsoleta parte de su estrategia de proyección exterior. Hoy EE UU no es, como se le ha llamado, el enemigo de la globalización -pues al fin y al cabo, ésta lo abarca todo, tanto lo bueno como lo malo- ni tampoco el único; es más bien su gran inadaptado, su mayor outsider. Por otro lado, Europa, aquejada de esclerosis económica, ha inventado en cambio un artilugio muy adecuado para conducirse por los nuevos tiempos, un compuesto de poder blando de las ideas y de multilateralismo, y no se cansa de gritar a su socio: ¡Es la globalización, estúpido! Pero esa voz no llega a Washington, donde los nombramientos de John Bolton como representante en Naciones Unidas o de Paul Wolfowitz en el Banco Mundial muestran que no hay un compromiso sincero de reforma de la arquitectura institucional para abordar la seguridad o la pobreza; de ahí la decepción general tras la última Conferencia sobre el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) o en la reciente Cumbre de Naciones Unidas. Sin duda, la actitud de otros gobiernos outsiders igual de hipócritas, desde el primer mundo hasta el cuarto, con Europa a la cabeza, está reforzando el ensimismamiento estadounidense. Pero, en política, el sentimiento de decepción y, a la postre, de rencor, se multiplica hacia aquel de quien se espera liderazgo y no lo ejerce. El grado de exigencia moral a un Estado es proporcional a su peso relativo: para EE UU no basta lanzar ideas alternativas, por más interesantes que sean, sobre la gestión interna de la ONU o sobre la apertura del comercio o la lucha contra la corrupción. Para hacer posible un buen gobierno mundial es preciso primero estar dispuesto a compartir el poder. A su vez, para no crear vacíos que sólo ocuparía el horror, sería necesario tener una visión muy clara de las ventajas y los riesgos que ello supone.

Europa podría ayudar en esta gigantesca tarea a su viejo aliado norteamericano. Ante el desbordamiento de los límites del mundo, y la evidencia de la actitud unilateralista de Washington, algunos en Europa se han planteado la gran pregunta en estos términos: ¿debemos primar en las relaciones exteriores de la Unión un nuevo marcoglobal multilateral que incluya en pie de igualdad al resto de potencias y regiones, o mantener intacto el marco transatlántico? Una respuesta, tal y como la practicó Francia durante la crisis de Irak, es la gaullista: la ruptura con EE UU en nombre de valores europeístas y universales. En la práctica, tal postura se revela algo inconsistente -por ejemplo, el patio de atrás africano, o la defensa a ultranza de la Política Agrícola Común-, o bien contraproducente, porque un mero juego de poder para contrarrestar a EE UU en las organizaciones internacionales sólo exacerba el aventurerismo o los reflejos aislacionistas de éste. Otra respuesta mejor es la cosmopolita, según la cual la UE debería concertar una política exterior y de seguridad común para ayudar a EE UU a retornar al multilateralismo; éste resultará eficaz si EE UU apuesta políticamente por ello y le dedica más recursos. Tal sería el verdadero motor de una nueva relación transatlántica: ayudarse mutuamente en la ardua tarea de hacerse globales. Para ello, la UE tendría que plantear el multilateralismo no como un mecanismo para épater les américains, sino para conseguir resultados prácticos, y la multipolaridad, no como un equilibrio de poder, sino como un poder equilibrado. La oportunidad para Europa consiste en mostrarse lúcida y firme en esa inevitable negociación de los compromisos futuros de EE UU. Con la OTAN en especial, la UE tiene que replantearse su relación sin más demora, una vez que la Alianza -Schröder dixit- ha dejado de ser el foro de consulta política de primer nivel. Una nueva comunidad de seguridad transatlántica no tiene por qué ser exclusiva en el futuro: con un poder militar relativamente autónomo, Europa podría, sin la implicación o el consentimiento expreso de Washington, cooperar con otras potencias en la pacificación de conflictos regionales o humanitarios, en sus propios márgenes o en los de otros.

El horizonte está abierto, porque a la política exterior europea común le queda un largo y tortuoso viaje. Con la barcaza de la Constitución Europea varada en las fronteras, es el momento de abrir un debate a fondo sobre adónde queremos llegar y cómo la relación transatlántica puede ayudarnos a hacerlo. Hoy Europa sueña con Kant, pero se despierta cada día frente a Hobbes, carente de otra tradición que la del equilibrio de poder o la de los intereses nacionales, y con la estrategia de seguridad del Documento Solana expuesta a interpretaciones contrarias. Pero hay una cosa segura: estamos presenciando al comienzo del siglo XXI el ocaso del atlantismo. En el firmamento apenas queda rastro ya de la vieja estrella transatlántica que guiaba a Occidente. La globalización ha transformado la misión histórica de Estados Unidos y Europa: ahora deben inventar junto a los demás una nueva constelación que proporcione a todos un sentido nuevo y mejor. El fin del atlantismo es la señal que los cosmopolitas de ambos continentes estaban esperando.

Vicente Palacio de Oteyza es coordinador del Observatorio de Política Exterior Española (Opex) de la Fundación Alternativas.

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