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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Camelias fragantes

Mario Vargas Llosa

Hacia 1840, según dice la leyenda, un granjero normando, menesteroso y sin escrúpulos, vendió a su hija de 16 años a un aristócrata, el duque de Guiche, quien, además de hacerla su amante, enseñó a la muchacha literatura y buenas maneras. Ella se llamaba Alphonsine Plessis, pero se rebautizó Marie, porque sonaba mejor y menos popular. Todo indica que era una joven viva e inquieta, además de bella, y en los siete años que le quedaban por vivir, antes de que la matara la enfermedad romántica por excelencia, la tuberculosis, se las arregló para convertirse en la cortesana más famosa de París, en la modelo de una de las heroínas más imperecederas de la novela, el teatro, la ópera y el cine -bajo los nombres itinerantes de Marguerite Gautier, Violetta Valéry, Camille y varios más- y en una excelente lectora. Según John W. Freeman, de quien tomo estos datos, al casarse con el conde Edouard de Perrégaux, pocos meses antes de su muerte, a los 23 años, la hija del granjero normando tenía en su apartamento parisino una biblioteca de dos centenares de volúmenes.

Uno de sus muchos amantes fue un hijo ilegítimo de Alejandro Dumas, el padre de d'Artagnan y los tres inolvidables mosqueteros, un gacetillero que firmaba con el mismo nombre de su progenitor, incansable escritor de mediocridades narrativas y teatrales y esnob y reaccionario de polendas, que alcanzaría poco menos que la inmortalidad gracias a una novela de escándalo en la que recreó, velando apenas los nombres de las personas reales que la inspiraron, la vida y milagros de Marie Plessis: La dama de las camelias, aparecida en 1848. Este libro ha hecho y hace llorar todavía a millones de personas en el mundo entero, ha sido traducido a todos los idiomas imaginables y ha servido de fuente nutricia a genealogías de melodramas en todos los géneros. Su historia ha sido recreada desde entonces por doquier y con pequeños o grandes acomodos. La verdad es que si este libro no hubiera sido escrito y, sobre todo, tan imitado, ni el teatro ni el cine ni la música ni la pintura de nuestro tiempo serían lo que son.

¿Por qué una tan mediocre, convencional y truculenta novela, repleta de lugares comunes, escrita sin nervio ni fantasía, que manipula tan groseramente la sensiblería de los lectores y exhibe una moral tan falsa, puede alcanzar una audiencia tan descomunal? Es uno de los misterios de la literatura en particular y del arte en general. La dama de las camelias no es el primer caso, ni será el último, en que un muy mediocre producto artístico consigue, como si hubiera sido esperado ávidamente por un vasto público, llenar un vacío, satisfacer un apetito psicológico, moral o intelectual, que las más grandes realizaciones del arte o la literatura son incapaces de llenar. Ocurre que, en ciertas épocas, no es de una vida alternativa, de un mundo de estricta ficción de que tiene urgencia el gran público, sino de esa chata y cruda realidad de que se alimentaba el folletín en el siglo XIX (o la telenovela de nuestros días). Sin proponérselo ni siquiera sospecharlo, Alejandro Dumas, hijo, consiguió con La dama de las camelias tocar una cuerda profunda de la realidad humana y hacer sentir a hombres y mujeres de su tiempo que la tragedia encarnada por Marguerite Gautier y Armand Duval los representaba con fidelidad, que era "la vida misma hecha arte". En cierto sentido, tenían razón, ya que el melodrama está más cerca de la vida real que el drama o la tragedia, la subliteratura que la literatura. El arte no es la vida, es "otra" vida, recreada y esencialmente distinta de aquella en la que estamos inmersos, una vida tan distante de la real como la que separa a la lacrimosa heroína de la novela de Alejandro Dumas, hijo, de la Emma Bovary de Flaubert.

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Para aprovechar el éxito de su novela, el autor de La dama de las camelias hizo de ella una adaptación teatral que se estrenó el 2 de febrero de 1852 en el Théatre du Vaudeville y que fue, asimismo, inmensamente popular. La leyenda dice también que uno de los primeros espectadores, tocado en el fondo del alma por el ignominioso destino de Marguerite y Armand, fue Giuseppe Verdi, que se encontraba en París con su amante y futura mujer, Giuseppina Strepponi. La impresión fue tan fuerte que, según carta que escribió tiempo después a una sobrina, el compositor italiano comenzó, la misma noche en que asistió al espectáculo, a concebir la música que un par de años después sería la de una de sus obras inmortales: La traviata. Compuesta a los cuarenta años, inmediatamente después de dos de las cumbres señeras de su producción, Rigoletto e Il trovatore, aquella ópera estrenada en Venecia el 6 de marzo de 1854, sería una de las más representadas no sólo entre las obras del autor, sino en la historia de la ópera en general y contribuiría más que ninguna otra a acuñar los rasgos que definen a aquél entre los más grandes creadores de todos los tiempos.

Es otro de los grandes méritos de Alejandro Dumas, hijo: haber inspirado, gracias a su novela, una obra genial. La historia que el libretista de Verdi, Francesco Maria Piave, adaptó, no escamotea nada de las truculencias y retorcimientos sentimentales de La dama de las camelias; por el contrario, todo ese mundo excesivo está allí, e, incluso, exagerado y distorsionado hasta unos extremos en que el melodrama deja de serlo para convertirse en poesía, en una desalada y delirante historia que abandona toda pretensión de realismo y luce, ufana, su total excentricidad. Los lamentos, vituperios, llantos, las crisis y conflictos morales, gracias a la turbadora sinceridad de la música que Verdi concibió para ellos, llegan a los espectadores como incontrovertibles testimonios de los desgarramientos y la gloria del amor, de las jugarretas del azar, de la imprevisibilidad del destino y la miseria de la condición humana. La ficción se convierte en vida, la mentira en verdad. Debo de haber visto una media docena de versiones de La traviata y nunca dejé de advertir a mi alrededor gente que lloraba ni dejé de echar yo mismo cada vez algún lagrimón. Pero, anoche, en el montaje de La traviata presentado aquí en Salzburgo, bajo la dirección artística de Willy Decker, escenografía de Wolfgang Gussmann, la orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Carlo Rizzi, y Anna Netrebko y Rolando Villazón en los roles de Violetta Valéry y Alfredo Germont, no fue sólo llanto, sino una verdadera tormenta sentimental la que manifestó un público arrasado por la emoción. Como si los elementos se plegaran a la circunstancia, aquella tormenta en la vasta Grosses Festspielhaus hacía eco al diluvio que, afuera, despedía con rayos y centellas el verano en la ciudad de Mozart.

Un tema que apasionó a Bor-ges y le dictó algunos de sus mejores cuentos fue el del hombre que, en un momento de su vida, se encuentra con su destino, es decir, con un hecho, persona o situación gracias a los cuales comenzará a ser él mismo, a realizar y vivir algo que hasta entonces estaba oculto en su peripecia vital, que sólo a partir de ahora resplandecerá en todo lo que haga y dará a su vida sentido y justificación. Escuchándola cantar y viéndola actuar y moverse por el enorme escenario sumido en el pálido resplandor de las noches de orgía, cercada por la nube de sus galanes, o feliz en la intimidad campestre refulgente de camelias donde se ha refugiado para vivir su nuevo amor, o en la turbia penumbra de su agonía, la soprano rusa Anna Netrebko parecía el personaje borgiano que encontró su destino y vivió el milagro de la metamorfosis ovidiana. Era solamente bella y una cantante de voz bien educada, como recuerdan todos los que la vieron y aplaudieron la temporada pasada haciendo de Doña Anna en el Don Giovanni de Mozart. Ahora es una aparición, un fuego fatuo, un mito, una fuerza de la naturaleza de sexo femenino que se agiganta y ocupa todo el espacio teatral cada vez que se descalza o alza su copa o desafía al mundo, y cuya voz, cuando estalla en la exaltación del placer en "Sempre libera" o coquetea y enloquece al joven calavera que es Alfredo Germont o se insinúa o se desgarra bajo el peso del chantaje sentimental al que la somete el padre de su amante, y parece con la cercanía de la muerte desvanecerse en un punto inimaginable de delicadeza e ingravidez, será ya imposible de disociar, para quienes la hayan oído, de Violetta Valéry. Dicen los viejos que oyeron a la Callas en este mismo escenario encarnando este papel, bajo la batuta de Von Karajan, que aquella maravilla fue también una desgracia, pues ya nunca más pudieron ver otra representación de la ópera de Verdi sin que el recuerdo de aquélla les corrompiera la nueva versión. Para mí, y creo que para muchos más, aquella fugaz y desmesurada heroína tendrá a partir de ahora la silueta y los rasgos y sobre todo la sonora presencia de Anna Netrebko. Y de nadie más.

Se puede ser una extraordinaria cantante y una pésima actriz, aunque no sea lo más frecuente. Lo es el que una buena cantante interprete pasablemente su rol y si tiene buena voz las deficiencias de su actuación se disimulen y se olviden. Pero es muy poco común que una cantante de ópera, al identificarse tan totalmente con la heroína a la que encarna, alcance igualmente tales topes de fuerza dramática, sutileza y novedad, que sea imposible decir qué hizo mejor, si actuar o cantar, o si, como en el caso de la soprano rusa posesionada del personaje de Violeta Valéry, haga tan extraordinariamente ambas cosas que la una parezca potenciar y perfeccionar a la otra y viceversa.

La ópera no es solamente una partitura y unas voces; es también una historia, un entramado de relaciones humanas en que los grandes temas, el amor, el destino, la muerte, el azar, la guerra, la injusticia, la soledad, la amistad, el placer, el odio, comparecen en unos seres que, en un escenario, dialogan y comparten unos trozos de vida. Y precisamente porque esa historia no está dicha sino cantada, es decir, porque en una ópera lo ficticio de la representación está llevado a su máxima expresión -a su total irrealidad- es imprescindible que, además de la destreza y la perfección con que la partitura es interpretada por los músicos y los cantantes, éstos sean también capaces de encarnar sus roles por lo menos con la solvencia de los buenos actores. Ocurre muchas veces, por fortuna. Pero muy rara vez lo que en este montaje de La traviata.

Anna Netrebko -hay que decir que soberbiamente acompañada por el mexicano Rolando Villazón en el papel de Alfredo y de Thomas Hampson como Giorgio Germont- es una deslumbrante soprano y una actriz sin igual. En el primer acto, cuando, en el apogeo de su vida libertina, es la reina indiscutida de la noche parisina, parece un coágulo de vida que borbotea felicidad, el ángel de la lujuria y un espejismo, codiciada por todos y conquistada por ninguno, complaciéndose en su fosforescente juego de atraer y esquivar los deseos de sus galanes, provocándolos y rehuyéndolos y volviéndolos a conquistar. La grácil figurita que camina como danzando y danza como flotando y flota como explorando los precipicios del deseo es una llama viva, que abrasa su derredor, incendiando a las comparsas en el escenario y al público por igual, yendo y viniendo y escurriéndose entre sus admiradores en un remolino que es plástico y musical a la vez. Parecería que tanta gracia y belleza serían difíciles de superar. Y, sin embargo, en el segundo acto, primero exultante en brazos del amante que, cree, va a redimirla y garantizarle un futuro de dicha y aventura, y, luego, rota en pedazos por la potencia de la voz de la razón (del prejuicio y las convenciones sociales que personifica Giorgio Germont), Violetta Valéry se supera a sí misma, insuflando a su personaje calor y verdad gracias a la desenvoltura y los matices de ternura, desgarro y sinceridad de que lo impregna, viviéndolo y cantándolo con acentos y sutilezas que lo depuran de todo lo que en él es truco y lugar común.

Siglo y medio después, gracias a Anna Netrebko, las camelias de la cortesana Marie Plessis siguen tan lozanas como el primer día.

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