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Cooficiales porque sí

Nuestros expertos en política lingüística no se esfuerzan demasiado a la hora de elaborar sus argumentos. Tampoco los necesitan, la verdad sea dicha, sabiendo como saben que viven entre conciudadanos entregados de antemano a su causa "normalizadora", aunque sólo fuera por sandio progresismo, y se hallan ante políticos dispuestos a cualquier concesión en esta materia con tal de contentar a su clientela. Así parece suponerlo también Albert Branchadell al escribir aquí su último artículo, Ahora, España (28 de julio), con ocasión de dos recientes decisiones del Consejo de la Unión Europea referidas a su propio régimen lingüístico.

Uno de los acuerdos asume sólo en parte el memorándum del ministro Moratinos en solicitud del reconocimiento europeo de las lenguas españolas cooficiales con el castellano. El otro incorpora desde 2007 como lengua oficial y de trabajo al gaélico, "que es lengua materna del 1% de los ciudadanos irlandeses". Aturdidos ante los efectos públicos de tan exiguo porcentaje, dejaremos este último acuerdo de lado. No resulta fácil comprender el sentido de que un idioma que apenas se oye en su propio Estado venga a escucharse en los órganos comunes a varios Estados. Lo que no representa ni a los suyos, ¿podrá acaso ser representativo de todos? Son misterios que el sociolingüista no se digna aclararnos.

Al autor le interesa ante todo subrayar lo que llama "una auténtica paradoja", a saber, que "los ciudadanos españoles que usamos habitualmente el catalán/valenciano, el gallego o el euskera vamos a gozar de unas posibilidades lingüísticas en Europa de las que no gozamos en España". Nada más natural que, poco después y a fin de que pronto disfrutemos de tales posibilidades, Esquerra Republicana de Cataluña presentara en el Congreso una proposición de ley para que las lenguas cooficiales pasen a ser oficiales en todo el Estado... ¿Y cuáles son esas espléndidas posibilidades que allá se nos abren y acá aún se nos cierran, si puede saberse?

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Pues, primero, que los textos legales del Parlamento y Consejo Europeo van a ser publicados en adelante en estas lenguas regionales..., si bien esa publicación no será oficial y, por tanto, carecerá de valor juridico alguno. Menos es nada. En España, sin embargo, los boletines oficiales de sus comunidades autónomas se vienen editando también en sus lenguas respectivas. Claro que algunas de estas ediciones apenas disponen de lectores, porque el bilingüismo allí reinante es oficial aunque ficticio; que la manifiesta artificialidad de tales versiones (por ejemplo, en Euskadi) provoca más malentendidos legales que información precisa, etc., pero eso ya es otro cantar que no quiere escucharse. ¿Les irá mejor a los catalanes bilingües si pueden acceder en catalán a ese boletín europeo? Lo puesto en juego no es el valor comunicativo del idioma, sino tan sólo el simbólico, es decir, su prestigio. Más que ofrecer posibilidades expresivas insólitas a los usuarios de tal lengua, se trata de exhibir el poder político que la subyace y su presunta condición de signo de identidad nacional y sustento de hipotéticos derechos de soberanía.

La otra gran oportunidad anunciada es que en sus comunicaciones los diputados españoles puedan emplear -si las conocen- sus lenguas locales. Eso sí, en un caso nuestro Gobierno deberá hacerse cargo de la traducción primero al castellano; después, a cada una de las lenguas europeas, y, al término del trayecto, al catalán, vascuence y gallego, de las respuestas emitidas en los idiomas oficiales de la Unión. He ahí un portentoso rodeo, un verdadero circunloquio que no ganará un solo adepto a las lenguas particulares, pero entorpecerá el debate político general. En el otro caso, las intervenciones orales de los diputados españoles más combativos contarán con su intérprete a las lenguas oficiales comunitarias, aunque los discursos de sus colegas europeos no serán vertidos al catalán, vascuence o gallego.

Pero a los partidarios de la cooficialidad les escandaliza que nuestro Gobierno no reconozca esas mismas lenguas vernáculas en las instituciones públicas españolas ni tan siquiera en el escaso grado en que acaba de aceptarlas la Unión Europea. Quizá es que no haga falta. Se escandalizarían menos a poco que recordaran que dentro de nuestro país -y no en el conjunto de Europa, sobra decirlo- la mayoría de sus ciudadanos tienen una sola lengua materna, por lo general la dominan mejor que ninguna otra y la emplean tanto en privado como en público mucho más que esa lengua "propia" que a menudo han debido aprender después. El español, además de nuestra lengua común o compartida, es nuestra lengua más común o habitual. De suerte que, si editar la legislación vasca en euskera resulta hoy un notorio exceso incluso en Euskadi, ni les cuento lo oportuno de una edición euskaldún también para Castilla-La Mancha. Y si el diputado gallego se desenvuelve con bastante mayor soltura en castellano que en gallego, seguro que no son razones lingüísticas ni morales las que le inducen -casi siempre para vergüenza ajena- a imitar desde su escaño a Castelao. Serán otros motivos, que van desde su afán de ensanchar el renombre de su tierra hasta el designio de emprender la construcción nacional desde esta peculiar diferencia...

Conocemos su palabra sagrada: diversidad. Pero que haya que hacer "más hincapié en la riqueza de su diversidad lingüística [de Europa y, de paso, de España]", señores míos, eso será según y cómo. Frente a tópico tan funesto dígase de una vez que no toda diversidad, ni siempre y en cualquier circunstancia o en cualquier medida es enriquecedora. Y no lo es ni en el orden moral, ni el estético ni en el político..., a menos que fuera un deber universal en la conducta pública mantener, extremar o hasta inventar diferencias, impedir todo asomo de unidad entre los conciudadanos o renegar de los acuerdos que mejoren nuestra convivencia. Así que no todo lo diverso será valioso tan sólo por ser diverso, ni deberá arrogarse sin más un derecho a su protección e incluso a su fomento. El valor y el respeto de la pluralidad lingüística tienen sus límites. La vigente Carta Europea de Lenguas Regionales y Minoritarias, sin ir más lejos, preconiza desde sus primeros artículos que los derechos a una lengua minoritaria requieren que ésta goce de cierto arraigo en una comunidad, que en ese espacio habite un buen número de personas que la tengan como lengua materna y de uso. Puro sentido común: los sujetos de las lenguas no son las lenguas mismas, ni sus territorios, ni siquiera los sociolingüistas..., sino sus hablantes, pero los hablantes de un territorio ocupado por una comunidad viva de ese habla. ¿Cómo, entonces, el miembro de una comunidad lingüística podría esgrimir el derecho a comunicarse con la Administración en su lengua cuando se desplaza a una comunidad lingüística distinta? Es otro de los disparates que entrañaría la cooficialidad que algunos reclaman.

Aun antes que aspirar a la cooficialidad, en España se ha ido tan lejos por estos derroteros (en unos sitios más y en otros algo menos) que quizá sea ya demasiado tarde para el debido regreso. Aquí se han promulgado leyes de "normalización lingüística" contrarias al espíritu y la letra de aquella Carta, por más que nuestro Gobierno la haya ratificado -uno diría que en falso-. Y es que algunas de tales leyes responden al propósito expreso de recuperar lenguas en zonas geográficas donde esas lenguas hace tiempo que no cuentan con hablantes, o no en número suficiente o nunca fueron habladas. O simplemente en lugares donde se detectan necesidades que la mayoría de su ciudadanía considera más extensas, graves y urgentes que la fijación de su régimen lingüístico. Las más de las veces esas políticas se sirven de procedimientos discriminatorios (predominio oficial de la "lengua propia", inmersiones escolares forzosas, ventajosos contratos públicos, cuantiosas subvenciones, novísimas rotulaciones callejeras, milagros en la toponimia, etc.) que han sacrificado una parte de la población a la otra. ¿Algún agravio histórico que reparar y alguna sacrosanta identidad que preservar? ¿Deberá prevalecer el pasado sobre el presente y las palabras de los muertos sobre las de los vivos? No había para ello derecho ni moral ni legal, pero las tropelías se han cometido y consentido en medio de la indiferencia o el temeroso disimulo generales.

Así que a lo mejor el Consejo acierte al estimar que los ciudadanos europeos, viendo recogidas sus propias lenguas en los órganos comunitarios, refuercen su identificación con el proyecto político de Europa. Es preciso, en cambio, estar aquejado de una lamentable ceguera para retrucar a renglón seguido: "¿Acaso el reconocimiento del catalán/valenciano, gallego y euskera en las instituciones españolas va a debilitar la identificación de los ciudadanos que usan estas lenguas con el proyecto político de España?". Nadie ignora la respuesta, como tampoco ignora que no se trata de un riesgo imaginario, sino de un resultado efectivo. Las políticas lingüísticas en nuestro país llevan dos decenios causando a diario el despilfarro del dinero de todos, injusticias en la adjudicación del empleo público, atropello de derechos educativos y otros, descenso del rendimiento escolar, confusión general de la ciudadanía... Pero a lo que íbamos. Inspiradas en proclamas nacionalistas y con el aplauso entusiasta de una izquierda sin criterio, esas políticas han sido el instrumento privilegiado de penetración de las tesis etnicistas, la palanca más potente de sus descabelladas exigencias. O sea -¿para pesadumbre de los señores Ibarretxe y Carod?-, de la ruptura de y con España. Nada que no estuviera en los manuales más elementales de la secesión: sin lengua propia no hay nación, y sin nación no hay sujeto político con derecho a ser Estado.

Ya se dijo que, si los profetas de la cooficialidad se muestran tan huérfanos de apoyos normativos es porque a sus ojos la empresa no los exige. Para este profesor universitario, por ejemplo, el proceder del Consejo Europeo "demuestra lo que en el fondo todos ya sabemos: que el reconocimiento oficial de las lenguas, más allá de asuntos de coste, es cuestión de pura voluntad política". Acabáramos. Que nadie piense que se trata de un problema de justicia lingüística o que sea preciso exponer y debatir razones para justificar la demanda. Esto es y debe ser algo sujeto al sic volo, sic iubeo, al derecho del más fuerte, al aquí mando yo o al simple porque sí. Un poco más de insistencia, pues, y asunto terminado. ¿A qué espera el presidente para secundar la voluntad política del señor Branchadell y de tantos otros demócratas de toda la vida?

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.

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