_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Olivo

Manuel Vicent

Rodeado de amigos, he tenido el placer de plantar un olivo en el patio del panteón de los Duques en la colegiata de Osuna durante la fiesta que esta ciudad celebra cada año para conmemorar el nacimiento del aceite. Mientras echaba unas paletadas simbólicas de mantillo alrededor de su tronco, recordé que un tío mío tenía un olivo milenario en la falda de un monte que miraba al Mediterráneo. De niño, hacia el final de septiembre, le acompañaba para varear las aceitunas, que luego, a la sombra de una morera, me hacía partir con un canto rodado de mar. Eran aceitunas amargas. Mi tío las metía en una barrica de cerámica en agua con sal y las sazonaba con virutas de tomillo, ajedrea, hojas de algarrobo, unas rodajas de limón y tres ajos machacados. Las tapaba con un paño de dril y después las colocaba en un estante de la despensa y a veces entraba allí para adorarlas y hacía una genuflexión ante la barrica como ante el sagrario, hasta que un día yo volvía a encontrar las aceitunas en medio de una ensalada de rábanos, escarola y tomate. Aquel olivo lo plantaría un árabe en tiempos del primer milenarismo, cuando por todas partes se extendía el rumor del fin del mundo y había pestes e incendios de ciudades. Pese a que en aquel tiempo los agoreros anunciaban el apocalipsis, el olivo comenzó a crecer, se hizo robusto y fue cultivado por sucesivas generaciones de árabes y cristianos, que creían más en el destino de la savia que en el poder de la muerte. Es cierto que a su alrededor los hombres llevaron a cabo grandes matanzas a lo largo de los siglos, pero el árbol de mi tío permaneció impasible, como si nada, dando fruto, y ya era centenario cuando en 1536 fue construida la colegiata de Santa María de la Asunción de la ciudad andaluza de Osuna, en cuyo panteón ducal he plantado otro olivo mientras arden los suburbios de algunas ciudades de Europa y se extiende la amenaza de una pandemia que puede acabar con millones de personas. Los ojos de la diosa Minerva, símbolo de la inteligencia, eran verdes de tanto aceite que bebía. El tálamo de Ulises estaba hecho con un tronco de olivo; más de 200 veces se nombra el aceite en la Biblia para usos litúrgicos y medicinales, y en el Corán se compara su luz con la que desprende Alá. Por eso estoy seguro de que un día no lejano el papel de este periódico se convertirá en estiércol y con él este artículo será alimento de las larvas, pero el olivo de la colegiata de Osuna, con un poco de suerte, pervivirá atravesando toda la insensatez y fanatismo de los hombres.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_