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Columna
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Banderías

Una columna de periódico admite el cinismo, la ironía, el sarcasmo, la crítica mordaz, el surrealismo, el humor negro; lo único que no admite es el cabreo de quien la escribe. Un articulista cabreado, que confunde su gastritis con el Apocalipsis, no es un periodista, sino un moralista, un evangelista, un inquisidor, un plomo. Hay columnistas que riñen mucho al lector; parecen estar siempre enfrentados a un enemigo difuso e inquietante; no encuentran la forma de pasárselo bien en esta vida e incluso temen dar una imagen de felicidad porque creen que el sentimiento ablanda el rigor de su literatura. Que nadie lo dude: quien comienza siendo simplemente un quisquilloso, luego seguirá dándote consejos para que cambies de conducta, con el tiempo estos consejos se convertirán en órdenes tajantes y al final aquel cascarrabias acabará con el látigo en la mano. Esta actitud siempre desemboca en la derecha más o menos extrema. Aquel joven rebelde que sólo parecía un inconformista, si en su cerebro hacen contacto la verdad y la ira, terminará convertido en un abuelo reaccionario. La enfermedad mortal de un periodista de éxito consiste en creer que cualquier idea, por el hecho de habérsele ocurrido a él, ya es importante; si además se excita con las propias soflamas o con el aliento de quienes celebran sus improperios, entonces el fanatismo alimentará su sectarismo y el radical terminará convertido en un fantasma, en un loco de atar o en un espectáculo. Sucede lo mismo con los políticos cuando confunden la acidez de estómago con los males de la patria. Un político cabreado emite una mala señal: da la sensación de que le gusta que las cosas vayan mal para poder justificar los insultos al adversario. Me gusta el político de derechas inteligente, sagaz, con cintura, que resuelve los problemas en lugar de crearlos, pero los ciudadanos de este país están ahora soportando una granizada de ultrajes de baja ley, con el sabor del aceite de ricino, que un sector montaraz del Partido Popular imparte al Gobierno socialista como un sacramento. Esta actitud no se corresponde con lo que sucede en la calle. Después de una sesión en el Congreso de los Diputados, donde la bronca no ha dejado asomar un solo gramo de inteligencia, uno ve en las aceras a una multitud feliz y ajena a la política con bolsas de los grandes almacenes en la mano, más allá de cualquier nacionalismo. La bandera del Corte Inglés es hoy la verdadera enseña de la patria, el emblema de la unidad de España.

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