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Columna
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Criaturitas

Rosa Montero

Oriol Plana y Ricard Pinilla son esos dos (supuestos) monstruos de dieciocho años que (supuestamente) abrasaron viva a una indigente, acompañados por un menor de dieciséis años, Juan José, de quien leí en un periódico que, tras ver arder a la mujer, se marchó a una fiesta. Permítanme que espolvoree este texto con el cansino latiguillo de lo supuesto, por el aquel de las cautelas legales. No hubo nada de hipotético, sin embargo, en el tormento estúpido y atroz de la pobre víctima; y desde luego los tres chicos estuvieron allí. Ahora dicen que creyeron que el líquido era agua, aunque estaba etiquetado con grandes letras de peligro, tóxico e inflamable. Criaturitas: tal vez no lo supieron leer, en su analfabetismo funcional de estudiantes pésimos.

Unos supuestos amigos de Oriol y Ricard dicen que ya habían atacado antes a mendigos e inmigrantes, que disfrutaban de manera especial meándose en ellos y que grababan las vejaciones en el vídeo del móvil. Si esto es verdad (falta probarlo), me recuerda un reciente caso de Valencia, el tormento de ese chaval de doce años machacado por chicos de catorce que grababan las palizas en sus teléfonos. ¿Qué demonios está pasando con los niños? Chicos que se suicidan para huir del maltrato, como Jokin; o esas adolescentes de Valladolid a las que unos gamberros han grabado la esvástica a fuego en el trasero. ¿Habrán filmado también todo esto los verdugos, el terror agónico de Jokin, los hierros abrasando la carne de las crías? El Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia dice que los niños españoles se pasan 930 horas al año frente a la tele y sólo 900 en el colegio. Cada hora ven entre cinco y diez actos violentos, y está demostrado que cuanta más violencia filmada contemplen de niños, más agresivos serán a los dieciocho. Ahí están nuestros hijos, aparcados pasivamente ante el televisor y entregados al regodeo de la sangre artificial y de los programas bazofia, que acaban por convertirse en un modelo de vida. Por eso tienen que grabarlo todo con sus móviles: si no, no saben verse ni sentirse. Tienen que meter sus pequeñas vidas en las pequeñas pantallas de los teléfonos, para parecerse a sus héroes, a sus colegas: a esa basurilla del Gran Hermano.

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