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LA CRÓNICA

Mi noviazgo

Los sábados por la tarde vamos al hospital a visitar a mi hermana. Está siempre sola bajo un árbol, apoyada en el tronco, de pie, con los ojos cerrados. Le llevamos fruta, galletas, zumos, le extendemos las bolsas y ella no hace ni un gesto para cogerlas. Durante años trabajó en una tienda, después hubo algo entre ella y el dueño de la tienda, creo que un embarazo y tal, mi padre la acompañó a la partera para resolver el asunto y al volver a casa, con mi hermana andando despacito, se apoyó en el tronco más próximo a nuestra planta baja, cerró los ojos y así sigue hasta hoy. Como soy once años menor que ella no me acuerdo de haber oído nunca su voz. Mi madre asegura que cantaba como las artistas de la radio pero no puedo confirmarlo porque no la oigo decir ni pío. La oigo respirar sobre mi cabeza y nada más. Y si la llamo

A mí me resulta difícil asociar todo esto a mi hermana en el hospital

-Hermana

sigue indiferente, con la sombra de las hojas moviéndosele en la cara. Acabamos entregándole la fruta, las galletas y los zumos a un empleado que promete guardar todo en la despensa de la enfermería. Para mí que es él quien se come nuestros regalos porque lo veo más gordo cada vez que vamos de visita. Mi padre aún intenta

-Elsa

vuelve a intentar

-Elsa

y nanay de la China, mi hermana quieta y cantidad de gatos vagabundos en el patio y locos pidiéndonos cigarrillos. Un negro enorme acuclillado sobre una baldosa, con zapatillas. El médico nos recibió una vez, en una sala casi sin muebles, mi madre le informó enseguida

-Podría haber sido una artista si hubiera querido

y el médico nos despachó anunciando

-Vamos a ver, vamos a ver.

Hasta ahora no hemos visto nada. Al cabo de una hora se la llevan adentro de un brazo y mis padres y yo nos quedamos ahí un rato, como tontos, hasta que decidimos marcharnos. Hay ocasiones en que me parece oír una voz que canta pero seguramente es idea mía. El portero no nos devuelve las buenas tardes, metido en una jaula de cristal con el periódico. El dueño de la tienda contrató a otra dependienta. Es un señor gordo, de bigote, a punto de estallar ceñido a la corbata. Mi madre escupe al suelo, de lejos, si llega a cruzarse con él. El dueño de la tienda ni se fija.

A no ser los sábados, no pienso en mi hermana. Están el colegio, los amigos, una chica que me escribe cartitas. No es muy guapa, pero es mejor que nada. Las cartitas tienen versos sacados del libro de lectura. A lápiz. A menudo cambia una frase por otra. Qué más da: al fin y al cabo son cartas. La pena es que después vienen los sábados de nuevo y mi hermana en su tronco con una especie de camisón y el pelo despeinado que le tapa la cara. No me acerco mucho, tengo miedo a que me agarre de un brazo y me pegue su enfermedad. Compramos la fruta y las otras cosas en un local que está a veinte metros del portón. Mi padre se queda fuera esperando, en la acera. Hay momentos en que se me pasa por la cabeza que al salir nos encontraremos con él apoyado en un tronco. Hay momentos en que se me pasa por la cabeza que uno de estos meses toda mi familia estará apoyada en un tronco, con los ojos cerrados, y yo sin saber qué hacer en la casa desierta. Una vez que se acabe lo que hay en el armario, ¿qué voy a cenar? Supongo que acabaré alimentándome de las flores del papel de la pared. No sé si me apetece que mi hermana mejore. Me quedé con su habitación (antes yo dormía en la sala), los trastos pintados de blanco, la muñeca abriendo los brazos sobre la colcha, fotografías de compañeras, riéndose en la playa, con bañador, que dejan en mal sitio a la chica que me escribe cartitas, unos actores de cine recortados de revistas y sujetos con chinchetas al armario de la ropa. Debajo de uno de ellos, con mayúscula, Elsa Robert Redford. Mayúsculas escritas con pintalabios y después de las mayúsculas los labios pintados de mi hermana.

El dueño de la tienda no está representado. Me gustan las cortinas casi transparentes, con volantitos, y cómo las traspasa el sol. Y encontré su diario en un cajón, un libro con cubierta de nácar y un cierre de metal. De vez en cuando leo una página al azar. Robert Redford aparece siempre, rodeado de corazones entusiastas. Y en la cómoda cepillitos, perfumes, tubos de pintura para las mejillas. Un trébol de cuatro hojas de esmalte. Un deshollinador de porcelana, con escoba, frac y chistera. Un collarcito que no vale un pimiento.

A mí me resulta difícil asociar todo esto a mi hermana en el hospital. En una de las últimas visitas abrió un ojo y volvió a cerrarlo. Mi madre habló del ojo con el médico, esperanzada, y el médico revolviendo papeles

-Vamos a ver, vamos a ver

sin prestarle ninguna atención, me pareció. Mi madre tosió armándose de valor, se atrevió

-¿Cree que mi hija va a mejorar, doctor?

y el médico se alzó por encima de los papeles para mirarla molesto, en silencio. Volvió a inclinare buscando no sé qué en las carpetas y, mientras buscaba, le aclaró

-Vamos a ver, vamos a ver

olvidado de nosotros. No le puedo contar esto a nadie, pero no me importa que ella no mejore: ocurre que ya he elegido a una de las compañeras de las fotografías, la mayor de todas, con sombrero y gafas oscuras, en mi opinión mucho más interesante que Robert Redford, escribí con el pintalabios, con mayúscula, Carlos a la de gafas oscuras y me paso siglos pasmado ante ella. A veces le digo

-Hola

y hasta hoy no me ha respondido. Es una cuestión de tiempo. Trabaja también en la tienda y en cuanto ella

-Hola, Carlos

me resuelvo, voy derechito al mostrador sin hacer caso al dueño que intenta contenerme

-¿Qué es esto?

y nos casamos. Tengo casi trece años, dentro de poco me crecerá la barba y cabemos perfectamente los dos en la cama con la muñeca en medio. Sólo espero que a Robert Redford no se le ocurra arruinarme la vida: no soportaría una pintada tal como Suzy Robert Redford.

Traducción de Mario Merlino.

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