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Visita a la cárcel sin ley

Parodia judicial en Guantánamo

Los procesos a los internos en la base naval estadounidense se desarrollan sin garantías legales

Yolanda Monge

Las iguanas tienen en Guantánamo más derechos que los detenidos en el gulag de nuestro tiempo. Como la especie protegida que son, por las carreteras de la base estadounidense en Cuba tiene que conducirse a menos de 40 kilómetros por hora para evitar atropellarlas. Cuando las prisas, el despiste o la crueldad de algún soldado no respetan ese límite y alguno de estos saurios resulta aplastado, el infractor debe pagar 10.000 dólares de multa. A orillas del idílico Caribe, se levanta un centro de detención que ha secuestrado al mundo en algo más de cuatro años la existencia de unas 800 personas. "Algo más de 430 o algo menos de esa cifra son los detenidos que están ahora aquí, el resto han sido liberados", concede enigmático el general Edward Leacock, segundo en la cadena de mando al frente del escenario de la pesadilla que es Guantánamo.

Los prisioneros rebeldes se lavan los dientes con el dedo y duermen en camastros
El acusado no sabe de qué se le acusa porque nunca se han mostrado pruebas en su contra
"No existe un campo de detención más transparente en el mundo", dice un militar

No fotos. No grabadora. No se puede utilizar ninguno de los nombres de los presentes. Sólo se accede a la sala con papel y bolígrafo. Las credenciales se deben de dejar fuera para que el detenido no te pueda identificar. La parodia de la justicia que los militares representan en Guantánamo está a punto de comenzar. La puerta de entrada a la sala avisa y anuncia: "Juicio en marcha". Dentro todo está dispuesto. El sillón del juez. La mesa para la defensa, la mesa para la acusación. El lugar para la prensa. Asientos adicionales para los testigos. Las paredes son blancas, no hay ventanas, en el exterior puede ser de día o de noche. Fuera es de día y hace calor, esto es Cuba. Dentro hace frío. El aire acondicionado provoca que castañeen los dientes y que se vuelen los folios. El mobiliario es vulgar. En cada esquina hay una cámara que grabará el proceso y cuyas imágenes ven otros militares o agentes de inteligencia en la sala contigua. Todo, presidido por la bandera de Estados Unidos.

"¡En pie!", exclama en tono marcial un teniente de la Marina. Se levanta el preso, corpulento (la dieta diaria en GITMO, la abreviatura con la que se conoce a la larga y complicada pronunciación de Guantánamo para los norteamericanos, consta de 4.200 calorías, que frente a un ejercicio físico mínimo, conduce a la gordura), larga barba, un afgano de 27 años y sobre cuyo nombre los militares una vez más exigen total discreción y obligan a firmar un documento en el que se acepta no revelarlo; se levanta el traductor; se levanta el militar americano que representa al detenido; se levantan los únicos dos periodistas a los que se ha concedido la gracia de asistir al circo. "Esta corte inicia su sesión", certifica solemne una capitán de la Marina que acaba de entrar y cuya función es hacer de juez. Excepto reo, periodistas y traductor, el resto de las personas que ocupan el recinto ejercen de actores, son militares representando papeles.

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De la sala habían salido poco antes dos soldados muy jóvenes -mujer y hombre- en uniforme de la Armada con las manos cubiertas por asépticos guantes de plástico verde. Acababan de entregar al preso y antes de partir le dejaron amarrado al suelo con las cadenas que le abrazan los tobillos. Todo está diseñado al milímetro: el detenido se sienta en una vulgar silla de plástico blanca -"que no supone un peligro ni para él ni para los demás", dice de la silla el capitán Waddingham cuando instruye a las dos reporteras en lo que van a ver a continuación- y en el suelo hay una argolla a la que le anclan para que su movilidad sea cero. Las manos esposadas se sujetan contra su regazo. Su uniforme es blanco, lo que significa que su grado de maldad es el más bajo dentro del rango que otorgan los militares estadounidenses en Guantánamo. Si el detenido es considerado de peligrosidad media, su vestimenta es color camel. El naranja cubre los cuerpos de aquellos que, incluso tras años de encierro, siguen sin doblegar su voluntad. Los de buena conducta tienen cepillo de dientes, rollo de papel higiénico, jabón, champú, sábanas, mantas y ropa interior. Los rebeldes se lavan los dientes con el dedo, se les concede una tira de papel para limpiarse el culo y duermen sobre el duro camastro. Los que han intentado quitarse la vida... A esos se les coloca una suerte de camisa de fuerza verde oscuro sobre su cuerpo desnudo. Eso sí: todas las celdas, de castigo o no, tienen impresa una cruz que señala a la Meca.

El cabello peinado en un moño hace que se le estire la piel de la cara, el uniforme impecablemente planchado, unas gigantes gafas le cubren casi la mitad del rostro. Es la capitán de la Marina a la que le han dado el libreto del juez. Incluso lo tiene. Porque dentro de un archivador de plástico blanco posee escritas todas y cada una de las palabras que desde ese momento pronunciará. Como las tiene escritas en pastún el intérprete del detenido. Para los actores-militares nada es espontáneo. Para el reo todo es tan pesadillesco que puede que tampoco le parezca real.

"¿Jura que lo que va a decir es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?", cuestiona en inglés la capitán al detenido. Acto seguido, el intérprete, un afgano con pasaporte estadounidense designado por el Gobierno de EE UU para el trabajo, pregunta lo mismo en lengua pastún. Muy bajito, el acusado responde con paciencia: "Ya lo he jurado dos veces, lo juro otra vez". Dos veces. Desde que fue capturado por el Ejército norteamericano en su lucha contra el terrorismo a mediados del año 2002 en Afganistán, el hombre con nombre irrevelable se ha sentado ya otras dos veces ante quienes deciden su encierro o su libertad. Las ocasiones anteriores sus carceleros debieron creer que no se había redimido, porque aquí sigue, aquí está de nuevo, sentando frente a la farsa de tribunal que le juzga.

"¿Sí o no?", inquiere impaciente otro militar de alto rango, éste de la Armada. El traductor, con risa nerviosa, le hace llegar la pregunta, adornada con amabilidades o con recomendaciones de que conteste que sí y que acabe todo de una vez, a tenor de la longitud, que no se corresponde con un corto sí o no. Finalmente llega el sí, lo jura, "por Alá". Pregunta: "¿Pertenecía usted a Al Qaeda, la banda terrorista de Osama Bin Laden?". Respuesta: "Cuando llegaron los talibanes huimos a Pakistán...". "¿Sí o no?", de nuevo el militar de las afirmaciones o las negaciones. De nuevo el intérprete, inquieto, casi asustado, con la cara ruborizada, tratando de aconsejar a su "cliente". Llega el resultado de su mediación: "No". Pregunta: "¿Por qué considera que usted ya no es un peligro para Estados Unidos?". Respuesta: "Lo repito por tercera vez, nunca he dicho una sola palabra en contra de América, soy amigo de América y de los americanos", declara mecánicamente.

Durante medio minuto, el acusado que no sabe de qué se le acusa porque nunca se le han mostrado pruebas en su contra, porque nunca se han presentado cargos legales ante un juez en su contra -sólo 10 de los detenidos en Guantánamo tienen abierto juicio-, porque nunca ha tenido un abogado que le represente, sostiene la mirada con la periodista. El detenido sabe que si hoy no convence, tendrá que esperar otro año hasta que su caso vuelva a ser revisado. Mira a ambos lados y sabe que está solo. Nada ni nadie está de su lado. Junto a las reporteras y el intérprete, él es el único civil de la sala. Frente a siete militares, uno de los cuales hace verdaderos esfuerzos para no dormirse en la soporífera tarde cubana. No hay testigos. No hay abogados. Su mirada dice que es consciente de que puede estar atrapado en el agujero negro que es Guantánamo de por vida o hasta que el nuevo orden que ha instaurado el presidente George W. Bush se derrumbe. "Soy inocente", atina a decir. "Soy inocente". Y vuelve a buscar una mirada que cuente su tragedia fuera de esas cuatro paredes.

La capitán de moño tirante le contempla. Y resuelve: "Esta corte decidirá. Se levanta la sesión". Sale con paso marcial. ¿Qué sesión, si no es un juicio? ¿Qué corte, si no hay magistrados? ¿Qué condena, si no hay cargos? "Nadie le ha creído", comenta a su sargento el soldado de guantes verdes que liberará del suelo al reo y le transportará a paso lento, todo lo deprisa que le permiten las cortas cadenas que le atenazan los tobillos, hasta su celda. Lo que nadie creería si pudiera contemplarlo es lo que sucedió el jueves 18 de octubre entre las 13.00 y las 14.27 en una sala blanca en la base naval de Guantánamo, Cuba, en la que debía de haberse leído a la entrada: "Farsa de juicio en marcha".

El general Leacock dice: "Le voy a dar el titular del día de hoy: 'No existe en el mundo un campo de detención más transparente que Guantánamo". Esa transparencia es la que hace que el tayiko Zen Ulabedin Merozhev comparta con su intérprete que lleva cinco años sin ver su rostro. Imagínenselo por un momento: cinco años sin poder verse en un espejo. Cinco años abducido en un campo de detención a miles de kilómetros de distancia de tu hogar. Cinco años sin derechos.

Hay que recordar que: más de 800 personas, incluidos menores, han pasado por las celdas de Guantánamo desde su creación como herramienta en la guerra contra el terrorismo en 2002. Que un número aproximado a los 430 siguen confinados. Que sólo 10 tienen cargos formales. Que las denuncias de torturas físicas y psicológicas han sido constantes. Que la convención de Ginebra ha sido violada y pervertida, porque los militares la usan como excusa para prohibir las fotografías. Hay que recordar, porque si no, tras el tour que ofrece el Ejército de EE UU, con clínica dental y libros de Harry Potter en árabe para los presos, uno creería que está en un campo de recreo a orillas del Caribe.

"Están mintiendo", grita un detenido

Camp V. El último centro de reclusión puesto en pie por los militares de EE UU. Frío como el acero, aséptico como una morgue, inexpugnable como una fortaleza. El marine recita sus bondades. "Capacidad para 100 reclusos. Tecnología punta. Cámaras en cada celda. Construido a imagen de la prisión de máxima seguridad de Indiana". No puede estar más acertado. En cuanto la puerta automática que separa la calle de la cárcel se cierra, se está enterrado en vida y se quiere huir. Y sólo se lleva cinco minutos. Los fantasmas que sobreviven en celdas de cuatro por tres metros llevan cuatro años.

"Señora, no puede situarse detrás de mí", advierte el soldado. "No puede fotografiar ni a mis soldados ni el centro de control de mi prisión". El uso del posesivo hace sentir escalofríos. "Puede fotografiar el sillón para los interrogatorios, tan cómodo como cualquiera de los que hay en las casas", dice mientras introduce a la prensa en la sala. A los pies del sillón de terciopelo hay unas esposas que nacen del suelo, de las que se sujetará al futuro interrogado. Es la primera habitación del pasillo. A continuación, están las celdas. Cuando se cierra la puerta de la celda, la jaula queda sellada. Eso evita los incómodos "cócteles" que los detenidos preparan para los guardas. En Camp Delta, donde sólo una alambrada les separa de sus carceleros, los presos lanzan "fluidos corporales" -orina y excrementos-. Pero todavía no se ha construido en Guantánamo el muro que pueda con los gritos de la desesperación. Es Ramadán. Es la hora de la oración. Entre las plegarias en árabe, un detenido acierta a gritar en un precario inglés cuando se percata de la presencia de la periodista: "¡Le están mintiendo!".

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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