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Elecciones en Italia
Columna
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¿Es este el fin de la berlusconería?

El jefe de Gobierno italiano que más tiempo ha durado -cinco años- en el poder desde la II Guerra Mundial, y también el que más veces ha sido perseguido por la Justicia -12- Silvio Berlusconi, ha sido derrotado y cabe que eso sea el principio del fin de su carrera política, pero lo que no va a desaparecer tan fácilmente es Forza Italia, el partido que creó hace 12 años. Si el gaullismo pudo sobrevivir, al menos nominalmente, a la desaparición de su gigantesco creador, el general De Gaulle, todo es posible en el país que abrigó su primera encarnación como empresario y luego acunó su ascenso hasta la presidencia del Consejo. Si Berlusconi en carne mortal puede que no tenga ya mucho fuelle, en nada garantiza ello el fin de la berlusconería.

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Y más que preguntarse por qué Berlusconi ha perdido ante una figura que dista todo de ser arrebatadora como la de Romano Prodi, el político que más se parece al tío de la familia que todos hemos tenido, tan honorable como letárgico, sería útil tratar de desentrañar por qué ha podido ser candidato y ganar dos veces las elecciones legislativas.

Lo que parece de cajón es que, en contraste con la politique politicienne de la Primera República italiana decorada de cohechos, comisiones y compadreo, la figura de Berlusconi atrajo a los italianos, que habían dicho basta a la política convencional, y decidido dar su oportunidad a otro tipo de feriante. Eso es sin duda cierto, pero, quizá, tan sólo la punta del iceberg. Italia es un país cínico, católico y mediterráneo. El puñado de certezas de sus habitantes es limitado, porque, aun constituyendo una nación de inveterados optimistas, nadie ignora que, como dice el novelista barcelonés Enrique Vila-Matas, todo acaba siempre mal.

La opinión italiana no buscaba honradez, ni simplemente eficacia, en su descubierta para encontrar a alguien diferente que dirigiera el país. A la Italia de la posguerra le fue, cuando menos desde un punto de vista económico, estupendamente bien. Ese país, sexto o séptimo más rico del mundo, se inventó entre 1945 y 1980.

El italiano medio, en cambio, no quería dudas, ni hacerse ilusiones, ni ver cómo, uno tras otro, los políticos tradicionales eran derribados del pedestal al que ellos mismos se habían aupado. Los italianos, diferentemente, nunca tuvieron motivo para creer en la honradez de Berlusconi. Como pueblo educado en el sabio principio católico del lucrum cessans, no podía confundir con una muestra de limpieza de espíritu que alguien quisiera ser a la vez jefe de Gobierno y dueño del 90% de la información televisada del país.

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Y si cabía alguna duda de la no idoneidad de Silvio Berlusconi para ejercer la cosa pública, la docena de procesos incoados contra su persona, y la serenidad con que se libraba de ellos haciendo aprobar leyes que le dejaran a salvo por prescripción del delito, no podían dar lugar a engaño. Italia votaba -y en buena medida lo sigue haciendo- a alguien que sabe que difícilmente va a ir al cielo, pero que tiene dos méritos esenciales: tener mucho dinero, que es lo que deseamos todos en el mundo occidental, pero los italianos sí lo reconocen; y alguien a quien poder mirar, pese a todo, por encima del hombro: un ser de una vulgaridad y un mal gusto excepcionales, pero exitoso en la vida. Un reconstituyente vital para una nación antigua que estaba ya francamente harta de jefes de Gobierno tan parecidos entre sí, personajes de alta cultura frecuentemente vaticana, de De Gasperi a Andreotti, y uno de ellos hasta experto en Santa Teresa, que se lo cocían todo en un círculo íntimo y exclusivo, del centro-izquierda para la derecha.

En contaste con todo ello, Silvio Berlusconi, con su aspecto de guiñol de sí mismo, tan pagado de su suerte que era capaz, parecía, hasta de creer en su virtual inmortalidad, les hacía sentir a todos los italianos como mucho más en democracia. Las Notas para una definición de la cultura lo que nos dice es que la cultura no es para todos y que en el mundo del líder italiano saliente -y es de suponer que va a salir mucho- todos somos, por fin, iguales.

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