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Crónica:BEIRUT 02 | CRÓNICAS DE LA VIDA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Antes de la oscuridad

Moverse en taxi hoy por Tiro y alrededores cuesta lo mismo que un billete de avión Madrid-Beirut, aproximadamente 1.500 dólares. Sin embargo, durante los dos largos y pacíficos fines de semana previos a esta guerra del verano de 2006, Taxi Maatouk me llevó a Tiro y Saida, las dos históricas localidades del sur, hoy machacadas, y también me condujo a las montañas, encima de Saida. El siguiente fin de semana me dio una vuelta por el norte de Líbano. Todo ello por 450 dólares más propinas para el chófer.

Conocí a Maatouk en 1998, cuando regresé a Beirut después de nueve años de ausencia, para recorrer por mi cuenta los lugares que había conocido durante la otra guerra. Era un joven apuesto, algo presuntuoso, con ambiciones. Trabajaba para la agencia France Press -que agonizaba por culpa de la paz y ahora ha vuelto a florecer, a cargarse las pilas como en los peores/mejores tiempos-, y le vino muy bien, aunque no dejó de sorprenderle, aquella extranjera que en lugar de querer ir al Casino du Liban prefería visitar a sus amigos en Chatila. Mientras yo entraba en el laberíntico campo de refugiados palestinos, él se quedaba en la calle Sabra, sacándole brillo a su coche. Hoy, Maatouk es un hombre maduro y cansado, que conserva parte del atractivo de antaño y recibe a sus clientes en un angosto despacho de la calle Roma, en Hamra. Con las bombas israelíes cayendo, la mayoría de sus chóferes han salido zumbando a cuidar de sus familias, y los pocos que quedan no se la juegan bajando a Saida o Tiro. "Puedes ofrecerles el dinero que quieras, tienen demasiado miedo. Disponemos de coches, pero no hay conductores". No obstante, los hoteles conocen a unos cuantos chóferes osados, y los periodistas comparten gastos y camaradería para que alguien les conduzca al infierno del sur de este país.

Jamaal, el chófer que Maatouk me asignó para mi gira turística, fue uno de los primeros en largarse. Vivía en los suburbios llamados Dahiyeh, en el sur de Beirut. Lo sé porque, camino de Saida y de Tiro, no quiso atravesarlos para buscar la antigua carretera del litoral. Quería pasar deprisa, deprisa, por la autopista elevada que poco más tarde sería destruida, y escamotearme el mísero municipio en el que él vivía, y al que le costaba hora y media regresar utilizando dos combinaciones de autobuses cuando acababa su jornada. Al recibir mi propina solía confiarme: "Esto es para un coche usado que algún día me compraré para hacer el taxi por mi cuenta en mis horas libres". Excepto en una ocasión en que, contemplando una de los recargadas zapaterías de Hamra, con la vista clavada en unas sandalias de taconazos y con repollos de lentejuelas en los tobillos, me dijo, embelesado: "¡Cómo me gustaría regalárselas a mi hija por su cumpleaños!". Era un claro intento de ablandarme, de cara a la próxima propina. "¿Cuántos cumple?", pregunté, impávida. "Catorce". "Pues si se pone eso, o la casas bien enseguida o se te hará sharmuta". Aguantó la dura expresión árabe para puta, mucho más bestia viniendo de una mujer y extranjera. Pero a los extranjeros los libaneses nos lo perdonan todo: somos el espejo que les demuestra que todavía cuentan en el mundo.

Aun ahora, cuando deberían odiar nuestra pasividad, nuestro consentimiento ante Israel, se encogen de hombros y, para tranquilizarnos, afirman que peores son los Gobiernos árabes. No dejan de tener razón.

Al entrar en Saida, lo primero con que te tropiezas es con el tremendo pastelón de mezquita que el difunto Hariri dedicó a su padre, difunto a su vez. Los Hariri son oriundos -y también venerados benefactores- de esta ciudad preciosa y amurallada que evitaré describir con detalle porque no estoy haciendo una guía turística. Si cierro los ojos recuerdo el antiguo caravanserai de origen otomano, Jan El Franye, construido a principios del siglo XVII para cobijar a los comerciantes que llegaban con sus caravanas de camellos cargados de mercancías y hoy restaurado y convertido en sede de diferentes actividades de tipo social. Una modesta exposición de artesanías realizadas por niños handicapados servía para recoger fondos destinados a su manutención. Lo que allí adquirí es, junto con unas falsas monedas que un hombre de Tiro me vendió en las esplendorosas ruinas romanas, lo único que me he traído a España. Los perfumados jabones adquiridos durante una de esas tranquilas mañanas en el Museo del Jabón de Saida se han quedado en manos beirutíes.

Atesoro los minutos pasados en ese museo, auspiciado por la Fundación Audi, de la familia de banqueros del mismo apellido -también oriundos de esta ciudad suní- y situado en lo que llaman la isla Audi. Se trata de un complejo que reúne tres secciones: una jabonería tradicional bajo arcos de piedra, una casa árabe de principios del siglo pasado construida sobre la fábrica de jabón y diversos alojamientos típicos de la medina (importante espacio patrimonial a salvar, sujeta a tantos vaivenes de la historia), anexionados al edificio madre. Uno se siente -se sentía- allá adentro como en otro mundo. Un mundo de gracia, belleza, silencio y respeto al viejo arte de hacer jabón, que unos obreros reproducían para nuestro deleite. El recorrido finalizaba con un vídeo tiernísimo: un chaval recibía unas monedas de su madre, atravesaba el zoco, la medina, al pasar ante un hamman femenino echaba una mirada furtiva al misterio de la intimidad de las mujeres, de cómo se lavaban unas a otras, de cómo se enjabonaban; el chico seguía su camino hasta la fábrica de jabón, donde se le dejaba contemplar el proceso de elaboración, el mismo que se muestra en el museo. De regreso a casa, con su compra, el chico ya sabía que tenía que pensar en muchas cosas cada vez que se lavara las manos.

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Recuerdo todo esto, así como el piso superior en donde se encuentran las fotos familiares de los Audi, con el respetable patriarca que inició la dinastía presidiendo todas las estancias. Recuerdo el rostro de la muchacha que me sirvió de guía con exquisita educación, y recuerdo a la mujer que, en la tienda, metió una bola de jabón recubierta de una especia, el clavo, que sirve para perfumar los armarios: la guardó en una bolsita de hilo con bordados de vainica hechos a mano.

También recuerdo al chico gordito que ejercía de tapicero en el zoco de Saida, y a la guapa muchacha, Fátima, dependienta en una tienda de ropa para bebés. Lucía una bandera de Alemania -eran los hoy borrosos días del Mundial de fútbol- anudada al cuello, y le hice la foto porque un vendedor de enfrente, sin duda su admirador, me lo pidió. Quedé en enviársela pero he perdido su tarjeta, maldita sea. Y quién sabe dónde andarán la muchacha, su admirador y toda la gente a la que conocí aquel día, en la Saida que tanto ha resistido los ataques y las injusticias. ¿Soportará también ésta?

A la izquierda de Saida, subiendo por la montaña, uno acaba encontrándose con Jezzin, localidad de predominio greco-ortodoxo poblada por gente que sufrió mucho (por parte de los israelíes, del Ejército Libanés del Sur, de los palestinos, de los musulmanes suníes de Saida), ya que se encontró en el ojo del huracán desde que Israel ocupó el sur de Líbano desde 1982 hasta 2000. Cerca de la pequeña ciudad se encuentra una cascada, y en torno a ella hay merenderos y hoteles desde los que se disfruta de una vista magnífica. Porque se trata de un acto de afirmación de la vida y del futuro quiero recomendarles que, si alguna vez pueden visitar estos parajes, se alberguen en el Nader Palace, a pocos kilómetros de Jezzin. Sus propietarios son adorables. En cuanto a las cascadas, hagan lo que hace la gente: instálense en los merenderos más repletos, porque son los que tienen la mejor vista.

Y de Jezzin, a Tiro, nombre que deriva del griego Teirus, bautizada Sour por los fenicios. Tan antigua como para haber merecido mención en La Ilíada. Alejandro la conquistó en el 333 antes de Cristo, después de un largo y sangriento asedio, porque Tiro fue la única ciudad fenicia que no se entregó rápidamente al conquistador macedonio. Tiro, ahora desventrada por la ira israelí, carente de recursos, que es refugio de los que aún sufren más al sur, se me ofreció aquel día de mi absurda peregrinación turística previa a la guerra como lo que es y ha luchado por ser: una ciudad hermosa y digna. El mar desde el que Alejandro la sitió, pasando luego a cuchillo a sus habitantes, se ve de nuevo cuajado de navíos de guerra. Este Mediterráneo que oculta ánforas y riquezas cuyo valor pondría los ojos en blanco de cualquier arqueólogo, vuelve a ser presa de los barcos rapaces, de las armas inmisericordes, del odio más violento. Pobre Tiro, pobres de quienes viven de bucear en busca de tesoros, pobres de quienes falsifican monedas para dar de comer a sus familias.

Llegados a este punto del surreal relato acerca de unas vacaciones que no eran sino el portal de una tragedia, debo decir que, finalizada mi ronda por el sur de Líbano, abandoné por fin el hotel Riviera -del que les hablé en el capítulo anterior- y, gracias al cielo, me instalé en el Cavalier de mis amores. ¡Hamra! Los empleados y yo nos abrazamos, nos las prometimos muy felices -ignorábamos lo que ocurriría cinco días después-, y ellos comprendieron que aprovechara ese fin de semana del 8 y 9 de julio para darme un paseíto por el norte hasta acabar en Baalbek. "¿Irás algún día al Chouf?", preguntaron. Les dije que sí, que les debía una gira por la montaña de los drusos, a los que las personas de mi hotel pertenecen, incluida la dirección. No podría ser, pero ésta es otra historia.

Jamaal enfiló por la densa autopista que sale del norte de Beirut, pasa por Jounieh -el suburbio cristiano que creció durante la otra guerra tras la división entre este y oeste de la ciudad- y se dirige a Trípoli. Pero no era éste mi destino -ni el del colega Tomás Alcoverro, que me acompañaba-, sino Becharre, lo más de lo más del Líbano cristiano maronita, una especie de Lourdes mezclado con Czestochowa, de la que les hablaré más adelante. Antes, Tomás tuvo la gran idea de que nos detuviéramos para almorzar en Efné, curioso pueblecillo de pescadores en donde las casas e incluso el merendero al que acudimos están construidos entre las macizas y cristianas tumbas, y en donde los coches aparcan junto a efigies de la virgen, de san Jorge y de cuanto santo protector de muertos haya menester.

Paraíso de añiles y modestia, Efné comparte su fe en Cristo con, a medias, su fe en Samir Geagea, caudillo del partido de las Fuerzas Libanesas que antes fueron cruenta milicia; este hombre fue encarcelado al final de la guerra por diversos asesinatos de altura cometidos en las personas de rivales políticos cristianos, y fue amnistiado y recibido como un héroe por los suyos el año pasado. He dicho a medias respecto a la fe política de Efné porque parte de sus habitantes admiran a la familia Gemayel, cuyo patriarca, el abuelo Pierre, fundó en 1936 -ojo al dato- la milicia Kataeb, que quiere decir Falange, a imagen y semejanza de la de José Antonio Primo de Rivera. En 1982, uno de sus hijos, Amin, entonces presidente, pidió ayuda a los israelíes, que invadieron Líbano por tierra. Fueron los falangistas quienes penetraron a sangre y fuego, en septiembre de aquel año, en los campos palestinos de Sabra y Chatila, ante la complacencia de Ariel Sharon, entonces ministro de Defensa.

Pero Georges, el joven propietario del único chiringuito de Efné, no tiene nada de amenazante y sí mucho de acogedor, en el mejor estilo libanés. Su merendero parece detenido en un Mediterráneo anterior al turismo, pese a la presencia de una amenazante ¡urbanización de chalés adosados! al otro lado de la pequeña ensenada y del rocaje donde los bañistas ocupan las mesas que George controla desde la ventana del restaurante. Comemos los tesoros que hoy ha conseguido el pescador del pueblo: cuatro piezas que somos incapaces de identificar, sabrosísimas. Bebemos arak mezclado con agua y hielo. La conversación gira en torno a la necesidad de defenderse del turismo masivo. Le aconsejo a George que mejore el negocio sin perder su idiosincrasia. Está de acuerdo, pero dice que no tiene dinero. ¿Y los bancos?

Preguntas que hoy se me antojan asquerosamente banales. ¿Qué habrá sido de George y de los suyos? ¿Adónde han ido a parar sus sueños? Su zona, por ahora, no ha sido tocada. Pero ¿a qué lealtad deberá responder si los libaneses hundidos por la invasión israelí deciden echarse la culpa los unos a los otros? ¿O comprenderá que el verdadero enemigo es Israel?

Ahítos y contentos llegamos a Becharre, el santuario cristiano maronita del que es originaria la familia de Geagea y en donde, además, nació en 1883 el máximo poeta nacional, el curioso, inquietante y brutalmente misógino -no en su poesía: en sus dibujos, que ponen los pelos de punta- Yibrán Jalil Yibrán, cuyo libro El Profeta sigue siendo todo un éxito 83 años después de su aparición. Su casa natal, su museo, su sepulcro, todo eso está por aquí y contribuye a hacer de Becharre lugar de peregrinación. No puedo decir que a mí me guste, por extraordinario que resulte el paisaje: monte sí, monte no, cada cumbre disfruta de una cruz gigantesca que se ilumina por la noche, y que a mí me pone tan nerviosa como ver las fotos de los de los turbantes, en la zona del sur. Y, además, en Becharre no existe sensualidad alguna; lo suyo es más bien una cosa entre Baqueira-Beret y, ya lo he dicho, Lourdes.

Me puse muy contenta, por tanto, cuando por fin nos dirigimos hacia el norte del valle de la Bekaa, hacia las fuentes del Orontes, un río que va de espaldas, que nace aquí y sube hacia Siria, y de Siria pasa a Turquía, para desembocar en el norte, por Antioquía. Los merenderos de esta zona cercana a El Hermel son formidables, y la gente aquí es tan feliz que se deja fotografiar y se entrega a la charla sin problemas. Pese al ruido de las cascadas y al que producía la música ampliada por enormes altavoces, pude charlar con Maan, su esposa Sama y su hijo Rami. Tengo su teléfono. Intenté llamarles desde Beirut, después del inicio de la guerra. Su número no respondía. Tampoco lo hizo el de Jurtas, a quien fotografié con su padre vestido a la beduina y que luego me pidió un retrato de su hijito. Mierda de guerra. ¿Qué habrá sido de ellos? Con la excusa de Hezbolá, la Bekaa ha sido y sigue siendo bombardeada sin respiro por los israelíes. Ojalá mis amigos de un día hayan salvado, al menos, la vida.

Cuando regresé a Beirut, al Cavalier, Nadim Safa, el gerente, y su esposa Wafa me invitaron a fumar un narguile en su balcón. Se habían cambiado de piso, ella se había licenciado en Historia y eran felices. Fue la única vez que estuvimos juntos en paz. Me habrían de despedir, la noche anterior a mi evacuación, quince días más tarde, con mucha pena dentro. Y con refugiados del sur en su casa.

MAÑANA, CAPÍTULO 3: Beirut, Beirut, ¡Beirut!

Marineros de Tiro, tan especialistas en la pesca como en la búsqueda de restos arqueológicos.
Marineros de Tiro, tan especialistas en la pesca como en la búsqueda de restos arqueológicos.AFP
En las playas libanesas ya sólo quedan soldados, después del éxodo masivo de refugiados tras la inclemente ofensiva israelí.
En las playas libanesas ya sólo quedan soldados, después del éxodo masivo de refugiados tras la inclemente ofensiva israelí.ASSOCIATED PRESS

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