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Reportaje:

Dylan enciende la sierra

El mito del rock clausura en Collado Villalba la cuarta edición del festival Vía Jazz, en un concierto con 10.000 asistentes

A Dylan es difícil entenderle. No sólo por su peculiar manera de cantar, con esa voz característica que recuerda, a veces, a un ratón, y otras, al pato Donald, sino por sus curiosas manías. Tan grande y fenómeno (social, se entiende) como es, la fama no le perturba. Su peso en la historia del rock -y de la música popular en la segunda mitad del siglo pasado y lo que va de éste- le trae sin cuidado, y su forma de comportarse en medio de una gira, dista mucho de la habitual en una megaestrella de su categoría.

Acudía ayer por la tarde a Collado-Villalba a clausurar la cuarta edición del festival Vía Jazz y no se molestó en dirigirse ni una vez al público si no fuera cantando. Apenas ni un saludo, que para eso ya estaba la voz impersonal de un locutor que dijo que iba a aparecer sobre el escenario el señor Bob Dylan. Cerca de 10.000 personas, entre las que estaban dentro del campo municipal de fútbol del pueblo serrano y las que todavía guardaban colas a la puerta, gritaron al oír ese nombre. Y el personaje salió pasados unos minutos de las nueve de la noche cuando el sol permanecía aún sensiblemente alto y el cielo recortaba la silueta quebrada de Siete Picos, y los montes más cercanos al recinto. En un entorno así, con su punto casi mágico, es difícil que todo se frustre. Ni Dylan, aparentemente displicente y pasota, puede romper esa magia que da el lugar.

Sus seguidores jugaban a adivinar las canciones que el intérprete iba desgranando
Estuvo tan genial como se le suponía; intenso y conciso, sin concesiones a la galería

Y es que, además, el genio de Minnesota se encargó de contribuir a esa magia con un concierto soberbio en su segunda lectura, una vez superados los recelos de vérsele ahí, tan lejano, tan en su nube, tan de otro mundo que pareciera que todo lo terreno le es ajeno. Pero si por algo es el más grande, además de por poseer el repertorio más incontestable de la historia del rock, es por saber hacer conciertos que cada secuencia es una sorpresa. Una manera distinta de reinterpretarse a cada instante.

En Collado Villalba sus incondicionales seguidores que hasta allí se desplazaron también jugaron al divertido juego de adivinar las canciones que Dylan iba desgranando. Pero eso es algo que forma parte de su propia trayectoria. Dylan nunca se ha caracterizado por interpretar sus canciones siempre igual, y en la sierra madrileña no iba a ser menos. De negro riguroso, un sombrero vaquero del mismo color y una camisa blanca impoluta salió Dylan para encorvarse ante el teclado, del que no se distanciaría ni un segundo.

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La gente adivinó que empezaba con The Maggie's farm, más porque las informaciones decían que así estaba empezando todos sus conciertos últimamente, que porque reconociera la canción. Sucedió algo parecido después con las canciones más obvias del tesoro que esconde su extenso repertorio. Mr. Tambourine man o Los tiempos están cambiando se reconocían claramente cuando abordaba sus estribillos. Dylan ha jugado siempre a eso, y el público que anoche le veía en la sierra no se extrañaban demasiado. Puestos a jugar, a ver quién adivinaba antes la canción.

Pero Dylan es inquietante, y lo mismo arrastra a sus conciertos antiguos hippies como sacados de la máquina del túnel del tiempo, como rutilantes ministros. Luis Fernando López Aguilar, actual ministro de Justicia, entraba también en el juego de adivinar canciones, lo mismo que el director de informativos de Tele 5, Pedro Piqueras, como la directora general de RTVE, Carmen Cafarell, todos ellos parapetados en la comodidad de sentirse protegidos en una zona reservada desde donde a lo lejos podía verse el escenario con Dylan constantemente encorvado hacía el teclado. En el fragor de la batalla, abajo, en la pista entarimada sobre el césped artificial del campo de fútbol, dándose codazos con los sudorosos seguidores, algunos músicos españoles seguían boquiabiertos las interpretaciones del ídolo. Los rockeros Bunbury, Juan y Eva, de Amaral, que telonearon a Dylan en su anterior gira española, y el cantautor madrileño Javier Bergia no disimulaban su admiración hacia el autor de Blowing in the wind, canción emblemática que ni se molestó en interpretar.

Y no fue hasta el final cuando Bob Dylan se dirigió directamente al público. Lo hizo para presentar a sus músicos, todos uniformados de traje claro y sombrerito negro. Era al empezar su última canción, justo un momento antes de que los fuegos artificiales estallaran detrás del escenario, que Dylan aprovechó después para hacer mutis y no volver a salir.

Cayeron, entre otras clásicas, Desolation row, The master of war, o Like a rolling stone, dejando por una vez que el público la coreara con él. Dylan estuvo tan genial como se le suponía, tranquilo pero con nervio. Intenso y conciso, sin concesiones a la galería. Ni se dejó retratar por los fotógrafos ni dejó que las pantallas de vídeo facilitaran la visión de los más alejados del escenario. Fue de menos a más. De alguna manera, acabó reconociendo a los otros artistas que alguna vez hicieron versiones de sus canciones. La despedida fue con All alone the watchtower, con la banda haciendo el mismo arreglo que en su día aportó el fallecido Jimi Hendrix.

La luna casi llena se quedó a un lado del escenario: desde el otro, un puñado de bomberos encaramados al tejado de su parque vecino, y que habían aplaudido a Dylan desde su situación privilegiada, miraban con recelo los fuegos de colores que se alzaban hacia el cielo con el rebote del eco de la música de fondo.

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