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Reportaje:

El Guadarrama desemboca en Embajadores

La Casa Encendida relata en una exposición la belleza vital de la sierra madrileña

El destello del agua cristalina que desciende de la sierra del Guadarrama y la brisa que aviva el fogón violeta de sus atardeceres cruzan veloces las inmediaciones de Atocha hacia la Ronda de Valencia. Así cabe comprobarlo estos días en la sede madrileña de la Casa Encendida, el centro cultural situado junto a la glorieta de Embajadores, en una de cuyas salas se exhibe hasta el 7 de enero la exposición Visiones del Guadarrama. Se trata de una muestra insólita, de nuevo cuño.

De sus muros cuelgan pinturas de grandes artistas y hechuras diferentes, si bien comparten que de todas ellas surge como cumbre, horizonte o lecho de cielos ensoñados la cordillera de altivos riscos y bosques azules que ciñe Madrid por el noroeste. Pero se exhiben, además, trenzadas a aquellas, piezas de una rara biblioteca cargada de significados y de evocaciones, sin apenas precedente en el ámbito editorial. Veamos en qué consiste tal mixtura.

Las pinturas mostradas pertenecen a Martín Rico (1833-1908) y a Carlos de Haes (1826-1898), retratistas pioneros de la sierra del Guadarrama, que llegó a ser para ellos -como lo es hoy para miles de madrileños- mucho más que una secuencia de montes asentados sobre jugosas praderas salpicadas de regatos, chopos y álamos. Rico y De Haes fueron los primeros artistas que salieron a pintar al monte, a muchos de esos montes que coronan Madrid, inaugurando de esa forma lo que, tiempo después, los impresionistas franceses denominaron plenairismo, la salida al aire libre del pintor con caballete, esencia de trementina y lienzos.

Hasta los valles del Guadarrama, desde las umbrías de sus hondones hasta los manaderos de sus arroyos cantarines, subieron ambos maestros con émulos y alumnos, como Jaime Morera, el infortunado José Giménez Fernández (fallecido de pulmonía a los 27 años), Juan Espina o Aureliano de Beruete (1845-1912), quien fuera introductor del impresionismo en España o el propio Joaquín Sorolla (1863-1923). El pintor levantino elegiría la capital serrana, Cercedilla, para pasar los últimos días de su fértil vida.

Desde el titilar del último pelo de sus pinceles, estos artistas supieron recoger el latido de una geología palpitante como la que guarece los valles del Guadarrama, creado por una veintena de arroyos, donde ha surgido un universo vegetal de olmos, robles, tejos y pinos laricios, éstos los más antiguos de la Comunidad de Madrid, los únicos que sobrevivieron a la miniglaciación que deforestó Madrid en 1506. Para dar fe de esta sinfonía vegetal trenzada a una fauna serrana singular, Miguel Ángel Blanco ha ido depositando en las vitrinas de la sala de exposiciones decenas de libros del millar que ha encuadernado en madera desde hace 20 años. En ellos, que son cajas cuidadosamente empapeladas con preciosos títulos y descripciones, se da noticia de cuantos componentes forman el paisaje matérico de la sierra: desde micas destellantes de los cantos rodados que enfrescan sus ríos hasta semillas, tallos espinosos, fragmentos de teas tiznados por el fuego, incluso alas de color esmeralda de mariposas Graellsia isabellae, que vive en un exiguo ecosistema del tan castigado por el fuego el monte Abantos.

La sierra del Guadarrama ha dado sentido a su vida, según confiesa Blanco, enamoradizo, -como Antonio Sáenz de Miera hoy, y los Sanz del Río ayer- de la alta montaña, los valles, truenos y penumbras que la tiñen de secreto y de potencia. Blanco se rinde admirado ante la semilla más diminuta, con tal de que proceda de su bienamado valle de la Fuenfría, donde concibió crear la Biblioteca del Bosque que aquí exhibe: memoria de una vida montañera que incita, también hoy, a compartir su latido.

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Un retablo natural

La sierra de Guadarrama ha sido el retablo natural de las pinturas de paisaje de Madrid. Así lo pone de manifiesto Diego Velázquez en muchas de sus obras, donde los picos nevados de Peñalara, La Maliciosa, Siete Picos o el Montón de Trigo perfilan la línea del horizonte de casi todos sus retratos ecuestres. El de mayor ternura, sin duda, es el dedicado al infante Baltasar Carlos, hijo de Felipe IV, muerto prematuramente, todo un homenaje a la inocencia infantil a través de la pureza de las cumbres nevadas. Francisco de Goya llevó también la sierra a sus lienzos, no solo los de trasunto áulico y ecuestre, sino también a escenas infantiles o de majos. En ellos, el Guadarrama se yergue imponente con sus crestas imantando de fuerza su contorno.

Allí arriba, precisamente, tuvo su origen el costumbrismo serrano, de la mano de Antonio Sánchez Cotán, quien, al comienzo del siglo XVII subió al monasterio de El Paular para pintar excelentes cuadros en las riberas del cristalino río Lozoya. Otro pintor, Vicente Carduccio -de quien se ha sugerido que su apellido pudiera ser una derivación de la palabra cartujo- eligió los riscos del entorno monástico madrileño para espiritualizar sus pinturas, dedicadas a la orden de San Bruno y de Bernardo de Claraval, precedentes de la cartuja.

Ello pone de relieve la fuerza, también sacral, de los montes y de los ríos, de la cual la belleza artística podría ser derivación o causa, según lo atestiguan tradiciones de la Ciencia de la Antropología.

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