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Columna
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Más cara que ninguna

Un hombre es una isla rodeada de hipoteca por todas partes, se dijo Juan Urbano al salir del banco como suelen hacerlo las personas comunes: con la cara tambaleante y un papel en la mano en el que estaba escrito un famélico saldo de tres cifras, porque él es la clase de persona que nunca llega al día veinte de cada mes con más de dos ceros en la cuenta, ni al treinta con más de uno.

Pensó que la semana y media que faltaba para cobrar tendría que hacer milagros, que cuando son milagros por lo civil consisten en ser Jesucristo al revés y convertir peces en panes y vino en agua; y luego, haciendo con la mano un gesto de más se perdió en la guerra de Cuba, se fue a pasear, que es gratis, en dirección a la plaza de Castilla, donde quería ver, por entretenerse, las cicatrices y quemaduras que le había dejado a la Torre Espacio el incendio de la noche del lunes. "A este ritmo yo también voy a tener que llamar a los bomberos, para que me apaguen los números rojos", pensó, para zanjar el tema.

Pero, claro, la cosa no fue tan fácil, sobre todo cuando se sentó en un parque público a leer el periódico y al lado del artículo que contaba los pormenores del incendio del rascacielos vio la noticia de que las hipotecas que se pagan en Madrid superan en un treinta y dos por ciento a la media nacional. Volvió a sacar del bolsillo el extracto del banco, hizo unos números y se imaginó la cantidad de cosas que podría hacer con un treinta y dos por ciento más de dinero en su cuenta.

Y, como solemos hacer todos en estos casos, perdió el tiempo en imaginar que se iba a otra ciudad en la que, sin duda, viviría mucho mejor por menos dinero. Se acordaba muy bien de los precios que tenían las cosas en el lugar donde había pasado unos días de vacaciones, y en la alegría con la que celebraba el ahorro en la compra, en los comercios de cualquier clase o en un simple café que tomara en un bar.

Volver a Madrid es volver a un sitio en el que cada euro es sólo medio y, a menudo, cincuenta no llegan a veinte. Es que las matemáticas son una ciencia exacta, pero la realidad no.

La verdad es que uno no entiende muy bien cómo es posible que exista una diferencia de precios tan escandalosa entre las ciudades de un mismo país. Y en el caso de las hipotecas la comprensión es aún más difícil, teniendo en cuenta la especulación feroz que gobierna nuestra Comunidad.

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Qué extraño, cuantas más casas se construyen, más caras resultan, con lo cual ese extraño mundo en el que cada ladrillo vale su peso en oro funciona, también, al revés que todo lo demás: a más oferta, más precio. "Que es lo que ocurre cuando la abundancia no se junta con la justicia sino con la avaricia", filosofó Juan Urbano, al que después se le vio asintiendo con entusiasmo mientras leía que los responsables del sindicato Comisiones Obreras culpaban de ese treinta y dos por ciento de todos los demonios a las "políticas urbanísticas depredadoras y especulativas que no están siendo combatidas por el Gobierno regional, permitiendo desarrollos urbanísticos desproporcionados como los que se anuncian en numerosos ayuntamientos de la Comunidad de Madrid." O sea, lo de siempre. Que la célebre burbuja inmobiliaria no estalla, y si algún día lo hace será con nosotros dentro y ellos fuera.

Ya lo decía Mark Twain: "Si ves que un banquero se tira de un tercer piso, salta detrás de él y no dudes que abajo habrá algo interesante". Cambien "banquero" por "constructor" y podrán cambiar "tercer piso" por "sexto".

De vuelta a su pequeño piso del centro, Juan tomó una cena un treinta y dos por ciento más frugal de lo que le hubiese gustado y se fue a la cama.

Como es un ingenuo, soñó que los bancos y las cajas de ahorro que operan en España, que han obtenido en los primeros seis meses de este año un beneficio conjunto de 12.059 millones de euros, repartían el treinta y dos por ciento de sus ganancias entre sus clientes, que con eso pagaban sus hipotecas y eran libres; o, al menos, como esas ganancias incrementaban en casi un cuarenta por ciento lo que ganaron en el mismo periodo del año anterior, al menos se las rebajaban.

Hay que ver, las tonterías que le pasan a uno por la cabeza cuando está dormido. Tres horas más tarde, al tiempo que sonaba su despertador lo harían otros millones de despertadores en todo el país, y la gente de otros lugares se levantaría igual que él, abriría la ventana igual que él y vería un cielo un 32% más azul que el que verían él y todos los Juan Urbano de nuestra Comunidad.

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