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Columna
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El peaje en la ciudad

"El problema de la política es que se basa en una paradoja según la cual, cuanto más se acercan las elecciones, más se aleja la realidad", filosofó Juan Urbano, tras leer la noticia de que el PSOE había pensado, otra vez, incluir entre sus proyectos municipales el cobro de un peaje para acceder al centro de Madrid y que, ante la amenaza de que esa medida impopular le restase votos, sus líderes se habían apresurado a renegar de ella y a hacerse los suecos como Sócrates en ese chiste en el que, justo después de tomar su famosa cicuta, le preguntaba a su señora: "¿¡Qué me he bebido qué!?" Mientras apuraba un café con hielo que le ayudase a apagar el calor, Juan se preguntó si el problema de los partidos no sería precisamente ése: que cuando van hacia las urnas, en lugar de sumar, restan, y por tanto se preocupan menos de lo que deberían hacer que de lo que les conviene. O sea, como en esa canción de Bob Dylan en la que se viene a decir que las personas que más hacen por nosotros no son las que nos dan lo que queremos, sino las que nos dan lo que necesitamos, sólo que al revés.

¿Queremos que nos cobren por entrar a Madrid? Sin duda, no. ¿Lo necesita la ciudad? Pues es obvio que necesita eso o cualquier otra cosa, porque el tráfico, como vamos a recordar mañana mismo, cuando todos nosotros hayamos vuelto ya de las vacaciones de verano, es un monstruo que la devora, una especie de cemento en marcha que la inmoviliza y la llena de lentitud, de incomodidades, de ruido y de veneno. Y como los conductores urbanos son esas personas que siempre se quejan de los embotellamientos desde dentro de sus coches, pues alguien tendrá que decidir por ellos, que al fin y al cabo es en lo que tendría que consistir hacer política: en tomar decisiones. Cualquier día se funda el PI, partido impopular, y a ver qué pasa.

El peaje urbano ya existe en muchas de las grandes ciudades de Europa, como Londres, Milán, Roma. Oslo, Francfort, Lisboa y Colonia, se va a implantar en Estocolmo y ya se debate en París. En Londres cobran ocho euros por entrar a un área de 20 kilómetros cuadrados y la medida ha dado un resultado espectacular, porque el volumen de tráfico se ha reducido un 30%, la polución ha descendido hasta niveles impensables y el uso del transporte público se ha incrementado. De manera que habrá quien diga que los peajes son elitistas, porque afectan más a los ciudadanos que tienen menos dinero; pero también se puede recordar que la doctrina de la Unión Europea en ese tema es clara: contaminar y entorpecer una ciudad no puede salir de balde. Y en el caso de Londres el asunto de la contaminación no es, como tantas veces, un reclamo electoralista, ni un ejemplo de pura demagogia, puesto que los coches eléctricos y los híbridos pueden entrar gratis.

A Juan Urbano le sorprendió tanto que aún haya quien piensa que ese tipo de medidas no son propias de una formación progresista, a pesar de que el alcalde que la implantó contra viento y marea en Londres, Ken Livingstone, sea tan de izquierdas que le llaman "Ken el Rojo", que movió apesadumbradamente la cabeza y se dijo: "No, si al final resultará que los impuestos, las pensiones, el INEM, la sanidad o la educación pública son de derechas". Y con ese pensamiento se alejó calle de Donoso Cortés abajo, mientras lo volvía a asaltar la inquietante certeza de que una campaña electoral se hace a base de restas, es decir, quitándose los problemas reales de encima a base de prometer la luna, y no ser impopular por el método de tocarle a la gente la bandera pero nunca el bolsillo.

Para entretenerse, Juan se puso a elaborar su propia ley para el centro de Madrid: que entrasen gratis, desde luego, los residentes y todos los que acreditaran alguna minusvalía que los obligara a desplazarte en un vehículo privado; que a los que les fuera imprescindible el coche para ir a sus trabajos les pagara el peaje, por ley, su empresa; que tampoco se le cobrara, como en Londres, a los coches que no contaminan; que todo el dinero recaudado con las multas que le pusieran a los infractores se dedicara a mejorar el transporte público, sembrar bosques y construir aparcamientos gratuitos... Y así, al alcalde imaginario Juan Urbano se le pasó, entre idea e idea, toda la mañana.

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