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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Planeta Pombo

José-Carlos Mainer

El lector de La fortuna de Matilda Turpin (y asiduo de la obra de Álvaro Pombo) reconocerá enseguida su parentesco con otras ficciones suyas que tratan de familias: su planteamiento se parece al de El metro de platino iridiado (1991), aunque la abnegada María tenga poco que ver con la expeditiva Matilda y se asemejen más el Juan Campos de ahora y el Martín de entonces; tiene algo de Donde las mujeres (1996) y no poco de El cielo raso (2001), para no olvidar que en ésta, y antes en Telepena de Celia Cecilia Villalobo (1995), asomó el difícil maridaje de la subalternidad y la amistad, de la dependencia y el afecto, que ahora se aborda en la espléndida pareja de Antonio y Emilia, con efectos mucho más destructivos. Pero Pombo siempre ha escrito de estas cosas: de la falsedad de la armonía aparente (la "cotidianeidad sin júbilo", se la llama aquí), de los prejuicios ("la bienpensancia", dice Fernandito) y de ese guardar las distancias, que como recuerda el egoísta Juan Campos, sólo se salvan si se guardan. Y, por supuesto, habla también de la homosexualidad que se atrinchera en el rencor y el reproche (y que convierte a su portador en vengador de la hipocresía), lo mismo que diserta acerca de la muerte, lo único que parece conferir sentido a la vida.

LA FORTUNA DE MATILDA TURPIN

Álvaro Pombo

Planeta. Barcelona, 2006

448 páginas. 21,50 euros

El universo de un escritor v er

dadero muda y crece, pero es fiel a sí mismo. Por lo que toca a Pombo, quizá la diferencia estribe en que ahora hay un nuevo tono narrativo que se va afianzando y que estaba muy patente en Contra natura. Cada vez está más presente el narrador que discute acerca de las implicaciones filosóficas de lo que cuenta, o que establece paralelos poéticos (aquí se cita -como siempre- a Rilke, pero también a Hölderlin y Pessoa y a los muy cercanos Vivanco y Muñoz Rojas). Y que, a la par que devana sin prisa alguna su historia, atiende al paisaje, no renuncia a la imagen fulgurante y atrevida ("sensación jaspeada", "el Asubio fractal") y pasa del registro verbal más cultivado al más vulgar. La narración es suya, a fin de cuentas, y por eso abunda tanto en preguntas retóricas dirigidas al lector ("¿qué hace Fernando aquí?"), en suspensiones de la trama debidamente anunciadas y hasta en intromisiones del demiurgo que, desde el siglo XIX, no habíamos leído en una novela: "¿Cómo es que Antonio no piensa lo que está pensando cualquier lector de este relato?".

Álvaro Pombo ha escrito desde una distancia corta y trémula (El héroe de las mansardas de Mansard), o en clave de la melancolía risueña (Aparición del eterno femenino...), o afectando una impasibilidad conmovida (Los delitos insignificantes). Ahora prefiere hacerlo a partir de su reconocible talante personal, como Autor absoluto, consciente de que todo relato es una construcción adrede, quizá una parábola que atesora una reflexión. Desdeña el relato testimonial y húmedo y no debe ser casual que, a otro propósito, Fernando diga a su padre que "os conformáis todos con historias. Historias, biografías, autobiografías, dietarios, memorias públicas y privadas". También el lector de hoy -debe de pensar Pombo- está sometido a una dieta de papilla emocional deleznable, que le hace añorar el gran relato. ¿Gran relato?... En éste, por lo menos, al autor asume la artificiosidad de narrar y no oculta sus paradigmas visibles. El arranque de la historia -tras la muerte de Matilda- tiene "una coloratura benaventiana". La historia que conduce a Angélica y Juan a hacerse amantes "fue como el argumento lineal de una película francesa". La conversación de Juan con Antonio Vega tiene, otra vez, "tono benaventiano", pero de drama rural, "una cosa bronca, costumbrista y refinada al mismo tiempo".

¿Se puede escribir una nove

la donde todos se saben actuando (como sucede en la escena de amor entre Juan y su nuera, pura fisiología bufa)? ¿Se puede estar tan irritado como, muy a menudo, lo está el autor ante sus propios personajes? Supongo que todo es posible si se piensa que "la inteligencia es fría" y que "los buenos en cambio son acogedores, cálidos, calientes", como recuerda Juan. Y más todavía, si al fondo de todo, "el ser es lo más fiable y al mismo tiempo el abismo". Nadie merece un adarme de compasión del lector (y del autor): ni Matilda, que lo organizó todo porque así le divertía; ni Juan, rencoroso al final y egoísta siempre; ni Angélica, casi abducida por su suegra; ni Fernando, el aguafiestas homosexual; ni Antonio y Emilia, incapaces de sobrevivir a la suspensión de su funcionalidad. Esta novela es una perturbadora incursión en el significado de la muerte y quizá de la fortuna (la dilogía titular es clara: fortuna vale por enriquecimiento pero también por suerte o por azar). Y se acaba cruelmente en un sepelio (otra vez más...) y en una patética llamada telefónica mediante un móvil.

Dos páginas después, el lector se encontrará la lista de los premios Planeta: casi una sesentena de títulos donde se alternan los banales y los importantes, los escritores de verdad y los chisgarabís de toda laya. Por espacio de otros tantos años, estas novelas han sido compradas casi siempre por los dóciles creyentes en la cultura y por quienes han querido hacer un regalo de calidad... y de no muy elevado precio. Convendrá, de todos modos, advertir al lector del último Premio Planeta que, si adquiere La fortuna de Matilda Turpin, lleva a casa un explosivo de casi quinientas páginas. No es, sin duda, la mejor novela de su autor (le falta una última mano), pero es "un Pombo" de cuerpo entero: esto es, una provocación a nuestra inteligencia y una vía de agua en nuestra capacidad de autoengaño.

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