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MIRADOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Escopeta Puskas

El futbolista Ferenc Puskas, el más grande goleador de la historia, dejó de respirar ayer en Budapest, a los 79 años. Desde hacía seis su memoria había dejado de obedecerle. Su padre, un futbolista de origen alemán apellidado Purcfeld, tuvo gran puntería al adoptar a partir de 1945 el de Puskas, palabra que significa escopeta: nunca nadie disparó con un balón de cuero como su hijo.

Antes tuvo que superar el trauma que le produjo su primer entrenador al decirle que era tan lento que un zapatero podría arreglarle las suelas entre pisada y pisada; con el tiempo sería un gordito rapidísimo en el sprint corto y un chutador instantáneo. Su zurda, dejó dicho, le obedecía. Marcó 682 goles en 700 partidos oficiales.

Había debutado a los 16 años en el Honved, equipo del ejército húngaro del que llegó a ser nombrado teniente coronel y del que fue expulsado tras huir al extranjero a raíz de la invasión sovietica de su país, en octubre de 1956. Para entonces ya había jugado 84 partidos con la selección húngara, con la que fue subcampeón del mundo en el mundial de Suiza.

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En 1958, con 31 años, llegó al Madrid, donde permaneció otros nueve. Ganó muchos títulos, fue cuatro veces máximo goleador en Hungría y otras tantas en España, de cuya selección formó parte, tras nacionalizarse, en el Mundial de Chile (1962). Viajó. Conoció los hoteles y terrenos de juego de medio mundo y suscitó la admiración de millones de aficionados. Fue entrenador en varios países y seleccionador de Arabia Saudí. Se metió en negocios, sin mucho éxito. Regresó a Budapest, le devolvieron sus grados en el ejército húngaro, recibió varios homenajes. Enfermo, no reconoció a Di Stéfano y otros de su quinta la última vez que le visitaron. Pero él nunca fue olvidado, ni lo será.

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