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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Golpe en Tailandia

Los rumores del golpe de Estado militar que ha sorprendido en Nueva York al derrocado primer ministro tailandés Thaksin Shinawatra circulaban por Bangkok desde hace semanas. Su ejecución representa la culminación de meses de formidables presiones opositoras en busca de la dimisión del jefe del Gobierno, acusado de corrupción y abuso de poder. Los generales tailandeses han regresado al protagonismo tras 15 años entre bambalinas y han erigido su propio órgano de reforma política con la bendición real. Su agenda, anunciada ayer, prevé

la designación de un nuevo primer ministro "en un par de semanas" y la elaboración de una nueva Constitución, después de lo cual podrían celebrarse elecciones. Un año largo, como mínimo, para la normalización de la vida política.

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Tailandia es una seudodemocracia tan singular como manipulada. No puede ser menos en un país donde el rey tiene condición semidivina y los militares han protagonizado 18 golpes de Estado desde la implantación, en 1932, de la monarquía constitucional. Sorprende por eso la invocación a las instituciones democráticas a cargo del mismo jefe golpista de esas fuerzas que con tanta frecuencia las han pisoteado. Y más aún porque el propio general que ha encabezado la intentona incruenta, Sondhi Bunyaglarin, declaraba este mismo año, en el apogeo de una inestabilidad que se ha venido manteniendo y que parece afectar poco a la vida ordinaria del país, que los golpes de Estado eran cosa del pasado.

El primer ministro destituido es un magnate de las comunicaciones, apoyado por amplios sectores populares y abultado ganador de sendas elecciones en 2001 y 2005. La gestión gubernamental de Thaksin Shinawatra, salpicada de escándalos financieros y tentacular en su intento de control de la disidencia, nunca podría ser un ejemplo para una democracia consolidada, donde funcionasen los contrapesos institucionales. Tampoco la ejecutoria opositora. Su Gobierno ha manejado calamitosamente, además, la agravada y sangrienta crisis del separatismo musulmán en el sur de Tailandia.

Pero, en cualquier caso, es a los tailandeses a los que compete mantener o cambiar a sus líderes. En las urnas. Tailandia estaba pendiente de nuevas elecciones parlamentarias, quizá en octubre, después de que el Tribunal Constitucional anulase las celebradas en abril pasado, boicoteadas por la oposición y ganadas, por tanto, por el partido del primer ministro. El golpe militar ha liquidado el calendario político y abierto un alarmante horizonte. Nada más urgente en Bangkok que los militares cumplan su promesa de volver inmediatamente a los cuarteles y que devuelvan la autoridad usurpada a un legítimo poder civil.

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