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Tribuna
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Jugar con fuego

Sopla el Noreste, el Nordés que seca las casas. Correrá aún un par de días este viento que barre nubes y, sin embargo, el cielo no es azul, que es turbio y gris. En esta aldea, hoy vigilan a este viento revoltoso, que parece que se esté burlando, pues ya ha ardido casi todo: los montes comunales y los particulares; hubo incluso que defender algunas casas del fuego.

Hace ya tres años que se cerró la última cuadra de vacas de la aldea. La gente joven o está embarcada o emigró a Canarias. El campo está abandonado. Eso es lo que hemos hecho aquí estos años: abandonar, política de abandono. Todo se resume en el plan para el campo seguido por la anterior administración autonómica, Plan para o abandono de explotacións.

Los incendios de este año son algo nuevo, no hay duda, pero el mal es heredado. Viene de que Galicia, que en el imaginario gallego y español, aún se tiene como país campesino, ha abandonado su campo. Galicia aún se ve como un territorio vivo, fecundo, incluso proteico, pero hoy no está siendo así. El campo, el país, es hoy un gran fracaso. Las políticas agrícolas de los Gobiernos español y gallego han consistido desde ya hace muchos años en desmantelar la agricultura. Y así hoy el 80% de la leche producida aquí, en una tierra que tenía por símbolo a una vaca, es comercializada por empresas que no son gallegas. Y así se recorta cada día la producción ganadera. Y así la política autonómica de los últimos años ha fomentado este gran eucaliptal. No, nuestro árbol sagrado ya no es el carballo, el roble, ahora es el eucalipto. El mal de este fuego de hoy es heredado.

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En esto, como en tantas cosas, hemos desperdiciado los años de la autonomía que nos arrebataron de las manos en el 1936 y que recuperamos mucho después. Al redactar el nuevo Estatuto se debiera entender que el autogobierno, ser dueño del propio destino, empieza por el propio cuerpo, el propio territorio.

Galicia ha sido históricamente un territorio totalmente humanizado, civilizado; hoy mucho territorio está a monte, asilvestrado. Pero ese país sin alma que se prefigura, de arrabales y yermo alrededor, no será nuestro país; será el solar de los especuladores que ya sobrevuelan la costa. Necesitamos una política nueva, que no puede ser la política del fuego. Una política para un territorio vivo, para un campo productivo. La provincia de Lugo, donde se mantiene una agricultura y una economía ligada al campo, apenas arde; arden sobre todo las provincias occidentales, donde el campo no ha evolucionado sino que se ha descompuesto, donde el mundo rural es una comunidad destruida.

Y donde desaparece la economía agraria aparece otra economía, la del fuego. El fuego es hoy un gran negocio; la administración autonómica gasta hoy una suma ingente cada año en apagar el fuego. Si se buscasen los intereses económicos detrás de lo que ocurre, habría que atender a este sector antes de nada. Pero, sobre todo, habría que imaginar lo que daría de si esa suma invertida en agricultura y cuidado de montes.

Es una verdadera crisis social, pero puede ser el momento de reaccionar. No hay por qué aceptar como herencia la política del abandono. Galicia tiene derecho a tener su campo, su agricultura. Este nuevo desafío tan duro puede ser la oportunidad de recuperar un país para todos, para los que siguen marchando, para los que no hemos marchado y para los que vengan.

Y este desafío -lo que está ocurriendo es un desafío que durará lo que este viento alocado que multiplica la consigna nihilista de los incendiarios- es un pulso a la sociedad en toda regla. El castigo es explícito: el fuego no quema masas arboladas, va directo contra las casas, contra la gente. La trama que actúa como guerrilla insurgente aquí y allí castiga a una sociedad que hace justo un verano ha tomado una decisión seria, jubilar dieciséis años de administración de la derecha. Dieciséis años es mucho tiempo, el tiempo en que se crea una vasta red de intereses, de vidas e intereses económicos ligados a una administración. Es un tiempo que basta para crear adictos y cómplices, para que empresas de comunicación estrechen lazos con el poder político y envuelvan a la ciudadanía en una burbuja ideológica. Tiempo para fomentar el derrotismo de unos y el fanatismo de otros.

Sea como sea, esto es un desafío político. Cuando alguien quema el monte a un vecino está atacándolo; cuando una trama conspira para incendiar un país está atacándolo y también está desafiando a su Gobierno.

Y ese desafío es amplificado por quienes hacen populismo o demagogia con la desgracia del fuego. Las fotos de dirigentes de la oposición con una manguerita inauguran una nueva etapa del ridículo en política. Las declaraciones del candidato a presidente de la Xunta derrotado, culpando de los fuegos al Gobierno bipartito, son una verdadera justificación y aliento para la trama incendiaria, esa santa compaña moderna y siniestra.

El Prestige fue una desgracia amplificada por una administración incompetente que luego negó la marea negra, negó ayuda y se marchó de caza. Hay medios de prensa que evocan cada día al Prestige, pero aquella desgracia desencadenó una reacción social que llevó a un cambio político. Quizá alguien quiera repetir la pauta pero en sentido contrario.

Esta administración cometió un error de apreciación, pensó que se hallaba ante la campaña de incendios anual y crónica, cuando enfrentaban una campaña bien urdida. Pero no se marchó de caza. Y Zapatero tampoco tardó un mes en aparecer. Jugar con fuego es peligroso y puede chamuscar algunos plumeros.

Suso de Toro es escritor.

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