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Reforma o derribo

Para entender la situación tan nebulosa que estamos viviendo, importa ante todo no ofuscarse con lo que aparece en un primer plano, sin tomar en consideración el trasfondo en el que se inserta. La inevitable negociación con ETA acaparará por mucho tiempo la atención pública como si fuera la cuestión principal. La vía violenta hacia la independencia se ha desplomado por muy diferentes causas -la campaña internacional contra el terrorismo después del 11-S, la matanza del 11-M, los éxitos policiales por una mejor coordinación con Francia, la desarticulación de su aparato logístico y financiero, la ilegalización de Batasuna y un largo etcétera-, pero sobre todo porque ha dejado de contar con el apoyo social de que gozó en su día.

Una vez que el nacionalismo independentista ha llegado al convencimiento de que el terrorismo se ha convertido en el mayor obstáculo para acercarse a sus metas, ETA ha perdido toda significación. El único riesgo en esta última fase es que arrancase concesiones, acudiendo al chantaje de que podría interrumpir el proceso, lo que está fuera de su alcance.

El Gobierno, sin apresurarse, el tiempo trabaja a su favor, tiene la obligación de permanecer firme, aunque facilitando que llegue el final lo antes posible. En esta coyuntura, convendría que la opinión pública se mantuviese distante, a la vez que Gobierno y oposición practicaran una discreción que hasta ahora ha brillado por su ausencia.

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Si el fin de ETA seguro que se logra más bien antes que después, y tanto más rápido, cuanto menos sean los aspavientos, el mayor riesgo que corremos es que, tras la bambalina de las negociaciones, queden ocultos algunos de los graves problemas que se ciernen sobre nosotros. El que ahora más me preocupa es que sigamos obsesionados por el curso de las negociaciones desde intereses predominantemente partidarios, hasta ahora fuente de innumerables errores, cuya acumulación a la larga podría resultar catastrófica. Más que el fin definitivo de ETA, la polémica gira en torno al partido que lo consiga, que a su vez depende del cuándo, y sobre todo con qué consecuencias para los próximos procesos electorales. Únicamente en estos términos se entiende la agria polémica sobre la negociación con ETA, que ha puesto de relieve el mayor mal que aqueja a la política española: la voluntad de los ciudadanos ha quedado suplantada por la de los partidos. Aunque suene mal, y se señale con el dedo al que lo diga, el hecho es que más que una "democracia" -poder del pueblo- hemos construido una "partitocracia" -poder de los partidos- en manos de sus cúspides. Fue el precio que tuvimos que pagar por el tipo de transición que parecía menos traumática. Después de los largos decenios de dictadura, ante la ensalada de siglas, lo aceptamos como el mal menor que nos permitía al menos articular la sociedad en libertad y construir el Estado de las autonomías.

Los partidos, no los ciudadanos, eligen a los que luego nos van a representar en el Parlamento. Y a través de unas Cortes que controlan los partidos, pero que se arrogan detentar la soberanía popular, han invadido incluso el Poder Judicial, de modo que el Ejecutivo dispone de los tres poderes del Estado. En efecto, la separación de poderes ha perdido toda vigencia en nuestro sistema y lo más embarazoso es que nadie la echa de menos. A la ciudadanía únicamente le queda la posibilidad de cambiar cada cuatro años la elite de un partido por la de otro.

Un sistema electoral que pensamos que tendría un carácter provisional, imprescindible en un primer momento para consolidar una democracia incipiente, se ha convertido en definitivo, sin la menor posibilidad de que lo modifiquemos. En la historia política de España lo que más ha durado ha sido siempre lo provisional. Nuestro destino parece que ha sido el que los regímenes políticos, antes o después, terminen por caer, sin haber llevado a cabolas reformas que hubiesen sido necesarias para acomodarse a unas condiciones siempre cambiantes. Todo permanece intacto, hasta que el edificio un día se desploma.

La distancia entre la clase política con sus intereses particulares -el principal, sobrevivir como clase- y la sociedad española, cada vez más heterogénea y dinámica, no ha hecho más que aumentar sin que nadie se dé por aludido. Las reyertas entre los partidos cansan cada vez más a mayor número de ciudadanos; los partidos y las instituciones pierden prestigio, y de nuevo asoma en el horizonte la vieja distinción entre la España real y la España oficial que caracterizó a la primera Restauración. La forma en que se ha desarrollado el nuevo Estatuto de Cataluña es ejemplar a este respecto: una contienda entre partidos, con una lectura exclusivamente partidaria, a la que ha dado la espalda una buena parte de la sociedad española.

El que el proceso de reforma estatutario desemboque en un referéndum debiera ser algo consustancial, y no meramente la guinda democrática que se coloca cuando la tarta está cocinada. Otro sería el comportamiento de los partidos si la ley orgánica que regula las distintas modalidades de referéndum de 1980 hubiera establecido un quórum de participación de al menos el 50% de los electores inscritos en el censo. Pero nuestra clase política está acostumbrada a subirse al trapecio con la seguridad de que cae en la red, de modo que poco les afecta el comportamiento ciudadano. Se nos viene encima una racha de nuevos estatutos, que serán aprobados en referéndum con participación sensiblemente más baja que la obtenida en Cataluña. No tengan cuidado; lo único que no se reformará es la ley, exigiendo por lo menos para los referéndum constitucionales, es decir, aquellos que la Constitución obliga a celebrar, un quórum presentable.

El sistema electoral es con todo el factor principal de la distancia creciente entre sociedad y clase política, al implicar un traspaso del poder originario de manos de los ciudadanos a las de los partidos. En principio, se llama proporcional, pero con la enorme desviación de haber constituido a la provincia en distrito electoral y limitar el número de diputados en el Congreso. (La aplicación de la regla d'Hondt es significativa sólo en este contexto). Si a ello se añade el sistema de "listas cerradas y bloqueadas", las personas elegidas dependen únicamente de los partidos que los han puesto en las listas en un lugar de salida, sin el menor contacto con los ciudadanos que han votado estas listas. Por mucho que la Constitución prohíba el "mandato imperativo", los elegidos representan a las cúspides de los partidos que los han colocado en la lista, y que los pueden quitar en las próximas elecciones, y de manera simbólica y sin relación directa pretenden representar a los ciudadanos que votaron su lista.

El sistema electoral vigente implica una perversión del principio fundamental de representación que no sólo cuestiona el valor de nuestra democracia representativa, sino que tiene efectos dañinos en la relación fundamental entre los ciudadanos y sus representantes. Ahora bien, el sistema favorece de tal forma el poder de las elites partidarias que es impensable que éstas acepten una modificación sustancial. La fosa entre la España real y la España oficial seguirá aumentando.

La primera Restauración duró medio siglo hasta que la derrumbó el golpe de Primo de Rivera. La segunda permanece ya 30 años, pero en este último tiempo se ha acelerado el distanciamiento de la ciudadanía de las instituciones, debido en buena parte a los conflictos que conlleva la organización política de los distintos territorios, cuestión que la Constitución ha dejado abierta sin posibilidad de cerrarla, a menos que se llevara a cabo una reforma a fondo, altamente improbable. Si la cuestión social - en último término, la incapacidad de integrar en el sistema político a la clase obrera naciente- hizo inviable la primera Restauración, la dinámica centrífuga que ampara la Constitución de 1978 podría ser la causa del final de la segunda.

De los desaguisados que a la larga conlleva la tan admirada transición y su expresión jurídica en la Constitución nada tiene que ver el que se impusiera la "monarquía parlamentaria" como forma de Estado. Pero en este proceso de distanciamiento social creciente del actual régimen, muchos podrían llegar a sospechar que habría llegado la hora de sustituirla por la república. En la primera Restauración, la alternativa republicana fue cobrando fuerza según quedaba patente que el régimen era inmodificable. Como la segunda se muestra también irreformable, me temo que crezcan las expectativas republicanas como única alternativa de cambio. Y lo temo, porque esta vez no cabe entusiasmarse con la alternativa, conscientes de que los problemas planteados no se resolverían con el cambio de forma del Estado.

Frente a lo que ha sido norma en nuestra historia, cambiar de régimen, en vez de reformarlo, confío en que esta vez hayamos aprendido de la historia y en vez de contribuir al derribo, seamos capaces de llevar a cabo las reformas necesarias.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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