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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La visita del Papa

Benedicto XVI concluyó ayer a mediodía una breve visita de apenas 26 horas a España -la primera desde que llegó al pontificado, en abril de 2005- para asistir a la clausura del V Congreso Mundial de las Familias, que se celebró la semana pasada en Valencia. El viaje papal se había visto rodeado de una exagerada politización por parte de grupos civiles y religiosos que parecen más interesados en acentuar el enfrentamiento que el respeto entre Estado e Iglesia católica en España. Es bien sabido que las relaciones atraviesan un momento delicado desde la llegada de los socialistas al poder en 2004, pero hay que agradecer sinceramente al Papa el tono conciliador y diplomático empleado en los contactos con el Gobierno y en sus discursos.

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Es obvio que una visita pastoral como ésta y con la familia como asunto central tuviera como estandarte la defensa sin ambages del matrimonio "indisoluble" entre hombre y mujer. El papa Ratzinger lo dijo nada más bajar del avión en el aeropuerto de Manises, lo repitió en el multitudinario acto en la noche del sábado -"invito a los gobernantes y legisladores a reflexionar sobre el bien evidente que los hogares en paz y armonía aseguran al hombre y a la familia, centro neurálgico de la sociedad"- y lo reiteró ayer en la homilía de la misa, que congregó a cientos de miles de peregrinos. No hay de qué sorprenderse. Al contrario, encaja en la lógica de la doctrina católica. Pero ello no supone que tenga que ser acatado sin más por los ciudadanos que no son católicos creyentes, y menos aún justifica llamamientos imprudentes a hablar de "leyes injustas" que no deben ser "obedecidas" como ha insinuado, entre otros, el arzobispo primado de Toledo, cardenal Antonio Cañizares, al referirse a las bodas gay y a la agilización de los trámites de divorcio aprobados en el primer año de gobierno socialista.

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En su lógica, Benedicto XVI les ha manifestado a los obispos españoles que la Iglesia católica tiene el derecho y el deber de dar la batalla para que valores como la protección de la familia tradicional rebasen el ámbito privado de la religión. Correcto y legítimo siempre que ello encaje en la legislación que emana de un Parlamento democrático, porque un Estado aconfesional como el español es también soberano para impedir que la religión dirija y se entrometa en un ámbito que no le pertenece. De algún modo también, aunque sin caer en el tremendismo de algunos obispos, el pontífice quiso compartir la "situación de misión casi martirial" que el episcopado español cree vivir actualmente en España, y le ha animado a proclamar la fe católica "sin desánimo".

Si Benedicto XVI estuvo diplomático y conciliador, no puede decirse lo mismo del portavoz del Vaticano, el español Joaquín Navarro-Valls. Torpes y equivocadas fueron sus palabras cuando, al comentar la ausencia de Zapatero en la misa de ayer, comparó desfavorablemente al jefe del Gobierno español con dictadores como Castro, Ortega y Jaruzelski, que sí asistieron cuando el anterior Papa visitó sus países. Tampoco lo habían hecho antes Chirac y Clinton con Juan Pablo II. Desde un punto de vista diplomático, Zapatero pudo haber acertado o no con su ausencia, pero seguro que muchos ciudadanos le agradecieron tal gesto, con el que quiso reafirmar la laicidad del Estado.

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