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La canción de la memoria

Con Hauts bihurtu zineten (En polvo os convertisteis), el escritor Juan Kruz Igerabide (Aduna, 1956) ha traído al terreno de la novela una experiencia individual y, a la vez, colectiva. Ha hecho realidad la ficción de la memoria, que en su caso es patrimonio, por exceso o defecto, de una generación. Pocos escogen su generación; es ella la que coge a muchos y los empuja, al abismo o a la poltrona, a la represión o a la fama, que no deja de ser otra forma de represión, porque la fama se concede y casi nunca tiene fama quien se la merece.

Cada generación tiene sus mitos, sus tabúes, sus símbolos, sus canciones. En la nuestra destacaba el poema de Mikel Arregi cantado por Imanol, que comenzaba: "Zuek hil zineten...". Vosotros os moristeis y en polvo os convertisteis. El autor retoma y rescata las vidas de todos aquellos que creyeron que iban a alcanzar el cielo en la tierra y se empeñaron en vivir sus utopías inmaculadas, en marchar detrás de sus sueños de ángel, y acabaron siendo ceniza, barro, tierra. Juan Kruz Igerabide intenta explicar la tormenta, la catástrofe, la destrucción. Nosotros nos morimos. Hay un origen y un final en todo relato. En el origen está la memoria.

Si uno piensa demasiado sobre la esencia de las cosas, se confunde; si piensa demasiado poco, se pierde en los cerros
Nosotros, de izquierdas o de derechas, no somos felices. Cada generación canta su felicidad, o infelicidad

La memoria es como el acero. Es dúctil y moldeable en caliente, frágil; poco a poco va adquiriendo la forma que quiera darle el herrero, va haciéndose diferente a lo que era. En frío, convertido en arma, objeto o utensilio, se convierte en algo útil; adquiere sus verdaderas características: es duro, manejable y cortante. La memoria caliente, la memoria que arde y quema, es una memoria que no sirve para indagar en la realidad histórica. Curiosamente, es la distancia la que otorga valor a la memoria. Cuando somos jóvenes, porque la pasión domina a la razón, no estamos capacitados para juzgar, o nuestra capacidad de juzgar está condicionada por otras capacidades más impetuosas. Cuando nos hacemos mayores y la pasión es un hilillo dorado, tampoco somos aptos para juzgar, y menos para actuar en justicia, porque la razón y la experiencia son excesivas y ahogan con su prudencia todas las demás certezas. Si uno piensa demasiado sobre la esencia de las cosas, se confunde; si piensa demasiado poco, se pierde en los cerros del pensamiento, Úbeda arriba o abajo. Los hechos cercanos dejan su marca, su huella reciente, su zarpazo o herida; los hechos demasiado lejanos, se vuelven extraños, como si hubiesen sucedido a otro. Poseer perspectiva es necesario no sólo para mirar un paisaje, sino también para contemplar el pasado, paisaje interior. Memoria es, en cierto sentido, perspectiva.

Hay una memoria impuesta y una memoria inventada, una memoria que obliga a mirar de una forma determinada el pasado, y una memoria que da libertad al ojo equilibrista para que alce su cuerda en el tiempo, como quiera y donde quiera. Hemos vivido, como colectividad, historias terribles, historias que no pueden, por su propio peso y fuerza, quedarse, aquietarse, dilatarse en el territorio del olvido, aunque sepamos que el olvido es otro tipo de memoria, otro camino que toma la memoria, para vencer y vencerse. Si lo que no se dice es tan importante o más que lo que se dice, lo que no se recuerda es tan importante, o incluso más, que lo recordado. Si la ausencia de enfermedad es la enfermedad, la ausencia de memoria es memoria, y la ausencia de culpa es el primer síntoma de culpabilidad.

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Cuando la historia colectiva es terrible, la memoria huye de los lugares comunes y se refugia en un mundo cerrado e individual, en un mundo donde los fantasmas recorren un espacio vacío o poco lleno. Sin embargo, cuando la historia individual aparece como anodina, intrascendente o, simplemente, aburrida, la memoria colectiva puede ser el puerto al que van arribando los fragmentos de memoria que cada cual lleva o conlleva como puede.

También pueden convivir en un mismo lugar la memoria individual y la colectiva, alejándose o acercándose, enfrentándose o ignorándose, o uniéndose ambas en una, con todas las dificultades que el hecho acarrea. Si hay algo demostrado es que la memoria colectiva es más fácil de manipular que la individual.

La literatura es, o debería ser, memoria ante todo. Cuenta hechos que sucedieron en un espacio y en un tiempo y, al recuperarlos, al traerlos al presente de la escritura, los salva y les da un valor que no tenían. Nos salvamos por la memoria. Y la literatura no es otra cosa que rescatar el pasado, rescatarnos, aunque ese pasado sólo haya sido percibido por quien lo escribe. Porque escribir es recordar, y recordar es escribir, dejar huella, como el metal acerado, como la fina daga, como el hierro duro y frío.

La literatura vasca no es una excepción. Ejerce el derecho a la memoria y también el derecho al olvido. A veces recuerda y muchas veces olvida. Pero son memorables las obras en las que la memoria individual y la colectiva se unen en el texto.

La obra de Juan Kruz Igerabide, lo repito, es el reflejo de una generación que, ya desde el inicio, estaba condenada a arder como la vela y consumirse, pero que brilló con el resplandor de las cosas bellas pero efímeras. Distinta es, en el ejercicio de la memoria, la perspectiva de Ramón Saizarbitoria, especialmente en su novela Los pasos incontables. La generación de Saizarbitoria vio el nacimiento de tantas cosas, la de ETA también, y el fin de muchas vidas, el ocaso de muchas creencias e ilusiones, y el de la idea del heroísmo, también. Pero su canción era otra canción, su polvo era polvo cósmico, izarren hautsa, ceniza creadora; y eran otros seguramente sus poetas y cantantes. Había más esperanza; quizá eran más felices. "Gu, ezker ala eskuineko, ez gara zoriontsu", dice la letra de Mikel Arregi, cantada por Imanol. Nosotros, de izquierdas o de derechas, no somos felices. Cada generación canta su felicidad, o infelicidad.

Felipe Juaristi es escritor.

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