_
_
_
_
_
Reportaje:NUESTRA ÉPOCA

¿Es Florencia el futuro de Europa?

Al Viejo Continente le aguarda un largo periodo de relativo declive económico

Timothy Garton Ash

Estar en Florencia es reflexionar sobre la compleja diversidad de Europa... y sobre su pasada creatividad. Hace 500 años, una pequeña ciudad-estado, fundida en una feroz rivalidad con sus vecinos, engendró el genio de Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y Maquiavelo. Hoy, la vieja ciudad vive principalmente del turismo y la fabricación de productos de lujo, como ropa y artículos de piel. En sus paredes, carteles anunciadores de la película El código Da Vinci. De Leonardo a Dan Brown.

Me encuentro aquí para asistir a la ceremonia de inauguración del nuevo Instituto de Ciencias Humanas, un audaz e imaginativo intento de contribuir a mejorar los últimos tramos de una enseñanza superior italiana en apuros. La ceremonia, en el magnífico edificio renacentista del Palazzo Strozzi, dura tres horas. Antes de las tres conferencias principales, una de los cuales corre a mi cargo, hay nada menos que ocho discursos protocolarios: el alcalde de Florencia, el gobernador regional de Toscana, el presidente de la fundación que financia el instituto, los rectores de dos universidades participantes, y así sucesivamente. Me parece que estamos presenciando un triunfo de la diplomacia académica florentina del que Maquiavelo estaría orgulloso. Es verdaderamente milagroso haber logrado reunir todos estos intereses para crear una nueva institución. Pero los costes operativos de la diversidad son muy elevados.

Lo que los europeos debemos preguntarnos es si el camino que hemos escogido es capaz de engendrar un dinamismo comparable al de EE UU
No podemos dejar de ver que las economías de China e India tienen un avance actual del 10%, mientras que la nuestra está en una media del 2%
La formación del Gobierno de Prodi ha sido una obra maestra de la diplomacia romana que ha reunido una coalición compleja y dividida de centro izquierda

El nuevo Gobierno italiano

Lo mismo que ocurre en Florencia, ocurre en Italia. La formación del nuevo Gobierno italiano bajo la dirección de Romano Prodi ha sido una obra maestra de la diplomacia política romana que ha reunido una coalición extraordinariamente compleja y dividida de centro izquierda, con una pequeñísima mayoría en la cámara alta. El equilibrio de intereses de partido y personalidades, incluida la elección de un ex eurocomunista muy respetado como presidente de la República y un comunista actual como presidente de la cámara baja, ha sido fruto de un esfuerzo de ésos que seguimos llamando bizantinos, aunque, a estas alturas, deberíamos llamarlo simplemente europeo. El Gobierno de Prodi contiene un extraordinario despliegue de talento: entre otros, además del propio Prodi, otros dos ex primeros ministros, Giuliano Amato como ministro del Interior y Massimo d'Alema como ministro de Exteriores. Sin embargo, el ritmo de crecimiento proyectado para este año en Italia es inferior al 1,5 %, su déficit presupuestario es de más del 4 % del PIB y su deuda pública es la mayor de Europa. Con toda la buena voluntad del mundo, es difícil ver cómo esta coalición, atada de pies y manos, casi estructuralmente, por un complicado modelo de intereses y programas de partido contrapuestos, puede encontrar el empuje ejecutivo que le hace falta para llevar a cabo las dolorosas pero necesarias reformas de los mercados laborales, el sector público y el Estado de bienestar. También aquí, los costes de la diversidad son enormes.

Y lo mismo que ocurre en Italia, ocurre en Europa. Como en el caso del Gobierno italiano, es casi un milagro que la Unión Europea de 25 Estados miembros logre funcionar. En sus reuniones de 50 personas (dos por cada país) en torno a mesas enormes, los consejos europeos se parecen cada vez más a la ceremonia inaugural del instituto florentino. Como en el elaborado acuerdo entre partidos sobre el que se sostiene la coalición de Prodi, la UE consiguió reunir todos sus intereses especiales y contrapuestos en un complejo acuerdo entre países, llamado tratado constitucional. Pero ese tratado está muerto. No podremos empezar a ver qué va a sustituirlo hasta después de las elecciones presidenciales francesas, dentro de un año. Por emplear un símil de fútbol, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, dice que el "periodo de reflexión" de la UE está ya en la prórroga. Si eso es así, da la impresión de ser la prórroga más larga de la historia.

¿Qué es lo que oímos en esta larga siesta de reflexión? Entre aburridos bostezos de la mayoría de nuestros ciudadanos, los intelectuales políticos de Europa están de acuerdo en que la Unión Europea necesita un nuevo modelo narrativo que nos inspire. ¿Cuál debe ser? Ah, dicen algunos, pues la narración de la diversidad. A primera vista, es una respuesta extraña. Lo lógico es que la nueva narración política se centre en la pregunta "¿qué tenemos todos en común?"; "¡que somos diferentes!" no parece suficiente respuesta. La fórmula europea más convencional es "la unidad en la diversidad"; ¿pero dónde está la unidad?

En la gran era de la Florencia renacentista, la diversidad era verdaderamente el motor de la extraordinaria creatividad de Europa. Hay un libro maravilloso titulado The european miracle [El milagro europeo], del historiador económico E. L. Jones, que examina por qué fue Europa, y no China -más avanzada científica y tecnológicamente que Europa en el siglo XIV-, la que produjo las revoluciones científica, agraria e industrial que llevaron al mundo a la modernidad. Su respuesta, para resumir, es: la diversidad europea. Pero era una diversidad que consistía en una rivalidad incansable, a menudo violenta, entre ciudades, regiones, Estados e imperios. Florencia y Siena, Inglaterra y Francia, la Europa cristiana y el Imperio Otomano; no resolvían sus diferencias mediante acuerdos de coalición y negociaciones interminables en asfixiantes salas de comisiones de la Rue de la Loi, en Bruselas. Invirtiendo el famoso dicho de Churchill después de la Segunda Guerra Mundial, se dedicaban a la guerra, y no a la charla.

Razones de Harry Lime

Muchos lectores recordarán el discurso que Orson Welles ponía en boca del gánster Harry Lime en la película basada en El tercer hombre, de Graham Greene: "En Italia, durante 30 años de Gobierno de los Borgia, tuvieron guerra, terror, asesinatos, baños de sangre, y produjeron a Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, tienen amor fraterno, 500 años de paz y democracia, ¿y qué han producido? El reloj de cuco". ¿Será que Europa ha entrado en su era del reloj de cuco?

Por supuesto, no estoy sugiriendo que lo que necesitemos en Europa sea otra buena dosis de guerra, terror y baños de sangre; reflexiono en voz alta sobre las condiciones necesarias para que la diversidad genere dinamismo y creatividad. Lo que debemos preguntarnos hoy todos los europeos es si el camino que hemos escogido desde que terminó nuestra última guerra de los 30 años (de 1914 a 1945), el camino de la resolución de conflictos permanente, institucionalizada y pacífica, tanto dentro de casa como en el terreno internacional -e inspirado por el "espíritu de solidaridad y consenso" que el ex presidente de la Comisión Europea Romano Prodi ha prometido reconstruir en su nuevo Gobierno italiano-, es capaz de engendrar un dinamismo comparable al de Estados Unidos, para no hablar de las potencias emergentes de Asia. Sí, tenemos Airbus, que fabrica aviones ligeramente mejores que los de Boeing, y sí, vamos a tener un sistema europeo de GPS llamado Galileo, que quizá consiga ser ligeramente mejor que el norteamericano; ¿pero no son las excepciones que confirman la regla? No podemos dejar de ver que las economías de China e India tienen un crecimiento actual del 10%, mientras que la nuestra está en un promedio del 2%. Y eso se debe, al menos en parte, a los enormes costes que supone lo que, para ser más exactos, debemos llamar la gestión pacífica de la diversidad.

Un futuro probable es que, después de haber escogido esta vía de gestión pacífica y consensuada de la diversidad, Europa atraviese un largo periodo de relativo declive económico. Pero un declive relativo no tiene por qué ser un declive absoluto. Si los europeos somos conscientes de la opción que hemos escogido; si no nos engañamos a nosotros mismos con la idea de que podemos tener todas las ventajas, disfrutar de la solidaridad social y el modo de vida de Europa, y, al mismo tiempo, tener el empuje económico de América y Asia; si nos movilizamos para hacer todas las reformas que permitan nuestros sistemas políticos y nuestros acuerdos sociales, entonces podremos seguir viviendo bastante bien. Al fin y al cabo, a Florencia no le va tan mal después de 500 años de declive relativo. Tal vez Florencia es el futuro de Europa.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Vista de Florencia con el campanario de la catedral en primer plano.
Vista de Florencia con el campanario de la catedral en primer plano.GEMA GARCÍA

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_