_
_
_
_
_
FUERA DE CASA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ingratas personas

Fuimos bastante ingratos con Jorge Edwards, tan grato escritor, tan grata persona que ahora presenta aquel libro que hace más de 30 años rechazamos -al menos con vistas a la galería- por ser incorrectamente poco progresista, políticamente incorrecto. Su libro Persona non grata tenía razón entonces y tiene vigencia e interés ahora, después de 33 años. Entonces, cuando Cuba era nuestro imaginario paraíso, y sus líderes, el icono de la resistencia y de la estética revolucionaria; precisamente entonces, cuando todos habíamos sido derrotados con la derrota de Allende, cuando nos dolía la muerte de Neruda y aún nos dolían más las muertes de compañeros, conocidos o de gentes normales, que podríamos haber sido nosotros, seguía firmando el dictador, ese nuestro que nunca moría. Sí, el abuelo de una que baila, o lo que sea, por una caja que a veces se merece el nombre de tonta, aunque muy bailona. Fue entonces cuando Barral publicó ese libro que todavía conservamos. Lo compramos casi avergonzándonos, escondiendo, disimulando el libro entre otros más progresivamente correctos. Estaba en nuestro índice de libros prohibidos. Al menos, en el de los no recomendados. Una vez, uno de aquellos entrañables y fanáticamente progres de antaño me reprendió por estar leyendo Espacio, de Juan Ramón Jiménez. Le hablé de la dignidad republicana de Juan Ramón, de su exilio, de su integridad. Nada, les parecía tibio o contrarrevolucionario.

Me empecé a dar cuenta de que los míos tampoco eran los míos. O no lo eran al menos en lo que tenía que ver con las lecturas. No me costó nada ser disidente. Una cosa era terminar con la dictadura y otra confundir la libertad con el muro de Berlín, la muralla de China o la revolución permanente. Me crecían las dudas como a otros les brotaban las certezas. Pero seguí militando entre mis contradicciones y mis traiciones.

Traición pareció que leyéramos el crítico, divertido y excelentemente narrado libro de no ficción de Edwards. Y mayor traición, que nos gustara su lectura, que nos hiciera dudar de los mitos y los ritos, que nos pusiera en guardia contra Fidel y sus mariachis. Edwards, en compañía de otros, sirvió para que no siguiéramos con las invenciones de ciertos paraísos. Asaltamos esos cielos y nos pusimos a mirar desde lugares terrenales más descreídos. Y en esas seguimos.

Recordaba el otro día Edwards, en la presentación de su libro en el Círculo de Bellas Artes, que no le fue fácil tomar la decisión de publicarlo. Amigo y colaborador del comunista y poeta Neruda, Edwards se había comprometido a enseñarle el manuscrito antes de mandarlo a imprenta. No lo hizo porque temió que las pegas, seguramente razonables y amistosas unas e ideológicas y parciales otras, hubieran impedido la entrega del manuscrito tal y como lo podemos leer. Murió el poeta sin ver publicado el libro. Pero sí lo vieron publicado, entre otros, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Con García Márquez, a pesar de sus diferencias y del manifiesto castrismo del colombiano, dice que todavía cuando se ven, se abrazan y van juntos a cenar o beber. Una cosa es el castrismo y otra la amistad.

Con Cortázar, amigo en copas y libros, ya nunca lo pudo seguir siendo después de la publicación de su libro. El argentino cosmopolita nunca le perdonó que dijera su verdad sobre Cuba y el régimen. El libro le había gustado, pero no podía admitir seguir siendo amigo de un autor que desnudó aquel sueño, aquel deseo de que Cuba fuera lo que no era. Cuba debería seguir siendo, según tantos intelectuales de la progresía occidental, el imaginario que no era. Era como un juego de silencio. No hay que contar la verdad. La verdad a veces no les parecía tan revolucionaria. Mejor callar, disimular, por los buenos sentimientos. Llegó el comandante y mandó parar. Quietos. Callados.

Dice Edwards que Cortázar, el más parisino de los escritores en español, el amante de la música dodecafónica, de Michaux, del Thelonius Monk y Marcel Schwob, de Boris Vian o Stravinski, el más refinado cosmopolita de la pandilla, el menos latino, no conocía Cuba. Cuando lo hizo en el castrismo se fascinó con las maracas, con el son, con el cuerpo de las cubanas, con los daiquiris, con la charla de Fidel y la mirada de las castristas de verde luna. En fin, que, según Edwards, Cortázar se dejó encantar con los privados encantos de la revolución. O al menos pensó que eso tan particular que a él le había pasado, esa alegría de maracas, de baile y revolución, podría ser una buena receta para un mundo mejor. Y desde luego menos aburrido que los conciertos dodecafónicos.

Han pasado los años, Cuba se sigue pareciendo a aquella que declaró persona non grata a Edwards. Su libro seguirá sin poderse leer en la isla y, sin embargo, se seguirá leyendo. Los cubanos, como tantos otros pueblos, son mejores que sus gobernantes. Y ya son mayorcitos para que puedan decidir quién es o no es grato.

Fidel Castro con García Márquez.
Fidel Castro con García Márquez.JOSÉ GOITIA

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_