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ECONOMÍA
Columna
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Migraciones: las válvulas de escape

Joaquín Estefanía

HUBO UN largo tiempo, hasta 1998, en el que España tuvo su propia moneda, la peseta, signo de soberanía nacional. De vez en cuando, los gobernantes de la política económica entendían que para la buena marcha de ésta había que ajustar la economía. Un plan de ajuste era un mecanismo administrativo, por tanto, al margen de los criterios del mercado, que casi siempre comprendía una devaluación de la peseta. Con la entrada de España en el euro, se perdió la oportunidad de utilizar la política cambiaria como método de ajuste.

Cuando corrían rumores de que la peseta estaba a punto de perder parte de su valor, se le preguntaba al ministro de Hacienda cuándo iba a ocurrir y en qué porcentaje. El responsable de la economía negaba con rotundidad la devaluación, aunque ésta hubiera de suceder cinco minutos después, para evitar la especulación con la moneda. Es decir, ese ministro tenía el deber de "mentir por la mañana, por la tarde y por la noche" como ha hecho el actual mandatario húngaro, aunque por motivaciones contrarias: la mentira no era nociva, sino un arma económica más, comprendida por todo el mundo. Se trataba de acabar con las consecuencias nefandas del efecto anuncio de la devaluación.

Del mismo modo que cuando se devalúa una moneda hay que negarlo hasta el minuto antes, con la regularización de inmigrantes hay que proceder igual. Con la condición de saber que serán irremediables

Existe una analogía entre la devaluación de la moneda y la regularización de los inmigrantes sin papeles. Si se conociese que en el futuro iba a producirse una regularización masiva de foráneos en un país receptor, se daría un efecto anuncio, efecto llamada, factor de atracción o como quiera denominársele, que atraería a más gente con el interés de beneficiarse de la medida administrativa. Por ello, los gobiernos deben negar de modo tajante la posibilidad. Pero una cosa es que la nieguen y otra que se lo crean. Si se consideran las migraciones un fenómeno estructural, relacionado con la extrema desigualdad y con su visibilidad a través de los medios de comunicación, las regularizaciones actuarán como válvulas de escape para adecuar las condiciones a la realidad.

Si se sabe esto, es poco comprensible -a no ser por cálculos mediocremente electorales, de corto plazo- que se demande la prohibición legal de las regularizaciones a través de un cambio de la actual Ley de Extranjería. En un momento en el que no se conoce con rigor la evolución a medio plazo de los flujos de entradas y salidas, las proyecciones de natalidad y mortalidad de una sociedad crecientemente mestiza de cuya población total un 9% llega de fuera, los dirigentes del PP quieren quitar al Ejecutivo socialista, pero también en algún momento -cuando vuelvan a gobernar- a ellos mismos, una herramienta de actuación política que les pueda ayudar a administrar la coyuntura. Prohibir las regularizaciones por ley significa automutilarse de forma voluntaria.

Otro apunte relacionado con las migraciones, aunque en esta ocasión con las perversiones del lenguaje utilizado: el presidente de Coalición Canaria, Paulino Rivero, ha declarado que "lo que [el Gobierno] quiere es convertir Canarias en el campo de concentración de África". Ya se ha experimentado un retroceso al calificar a la inmigración como un problema, por lo que tiene de culpabilización de los que la padecen, pero hablar de campos de concentración es llegar a una banalización intolerable del lenguaje, que recuerda los estudios del filólogo polaco Víctor Klemperer. Éste, en sus extraordinarios diarios anotó la miseria moral cotidiana del nazismo, y en La lengua del Tercer Reich, la tergiversación ideológica del uso de las palabras, el modo en que la semántica sirve para alterar la realidad de los hechos. Rivero ha hecho uso de una especie de autopersuasión fabricada, proporcionando una imagen de los centros de acogida acorde con sus propias necesidades: se interpreta la actitud del interlocutor -el Gobierno- en función de los propios supuestos.

No retrocedamos más en el terreno de la demagogia en un asunto en el que si uno de empeña, aparece enseguida la extrema derecha. Lo dice la historia.

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