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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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¿Quién defiende la libertad de expresión?

Josep Ramoneda

¿VOLVEREMOS a inclinarnos como idiotas ante los dioses y las patrias? La libertad de expresión está en peligro. El caso del Idomeneo, de Mozart, en Berlín es el último episodio de una serie que contiene momentos ruidosos como éste o el de las caricaturas danesas (o los casos de Leo Bassi y Rubianes para poner unas notas de color local), pero que tiene un sustrato continuado de hechos represivos apenas noticiables, fruto de la corrección política de cada lugar, administrada entre nosotros por comités de audiovisuales, comisiones éticas y otros engendros, casi siempre con la religión y el nacionalismo como grandes coartadas de la mordaza.

La señora Merkel se ha irritado por la suspensión de la representación de Idomeneo. Comparto su indignación pero lamento su actitud. La señora Merkel tiene un Ministerio del Interior y unos servicios de información a sus órdenes. Su obligación no es escandalizarse, cargando de paso las culpas sobre los responsables del teatro, sino garantizar las condiciones de seguridad para que el espectáculo pueda representarse. ¿Podía haber algún riesgo? La libertad de expresión no se defiende sólo con santa indignación. Se empieza tolerando la suspensión de una obra de teatro y se acaba mirando a otra parte cuando los batallones de la muerte seleccionan a los que van a morir, que es lo que acaba ocurriendo en la sociedad de la indiferencia.

En una sociedad en que el dinero es el criterio moral dominante, la ciudadanía sabe poco de riesgos. Y tiende a creer que las libertades le vienen dadas, sin que merezcan un esfuerzo suplementario. Sobre esta indiferencia han caído los conflictos generados por un proceso de globalización en direcciones múltiples. Entre ellos, los desencuentros entre religiones y culturas que habían vivido en territorios relativamente separados y que ahora han descubierto el roce cotidiano. El mercado religioso se ha hecho muy competitivo. Un proceso acelerado de cambio a todos los niveles -económico, social y cultural- genera vértigo, por la pérdida de referentes en todos los órdenes. Y este vértigo hace que la ciudadanía sea muy sensible a cualquier signo de inseguridad. La gente tiene miedo. Y este miedo se ha polarizado fundamentalmente en un punto: la cuestión terrorista. El gran Satán que permite eludir o minimizar las causas internas del miedo; por ejemplo, la precariedad e inseguridad derivadas de las mutaciones económicas.

La conversión de la guerra contra el terrorismo en una batalla entre Occidente y el islam (la alianza de civilizaciones es un discurso bien intencionado, pero parte del mismo error conceptual que el conflicto de civilizaciones) ha tenido como consecuencia un enorme retroceso: el retorno de las religiones como fuente de normatividad pública. Y la primera en sufrir las consecuencias es la libertad de expresión. Lo que algunos llaman retorno del sagrado no es otra cosa que la vuelta de la religión a la escena política. Por el hueco abierto por la agresión del fundamentalismo islamista se han colado rápidamente las religiones cristianas. De ahí la reciente y polémica intervención del Papa que, independientemente de las rectificaciones y lamentos del Pontífice, ha conseguido perfectamente los dos objetivos buscados: colocar a la religión católica en el centro de la escena pública como aquella que sabe conjugar Dios y modernidad y poner en evidencia la intolerancia que genera el islamismo.

Cualquier forma de nuevo humanismo de carácter cosmopolita en el que podamos encontrarnos los ciudadanos de las más distintas creencias y tradiciones pasa por un principio: nadie tiene derecho a exigir que sus ideas no pasen por el cedazo de la crítica. ¿Quiénes aspiran a este privilegio? Las religiones, los nacionalismos, las ideologías totalitarias. Es precisamente para impedir que estas figuras vuelvan a roturar por completo nuestro mundo que hay que defender la libertad de expresión. Y ésta se defiende diciendo las cosas por su nombre. La izquierda aquí tiene una cuota muy clara de responsabilidad. Ni el antiamericanismo ni cierta conciencia de culpabilidad colonialista, que no es más que una forma de paternalismo, pueden justificar esta tendencia a tratar de tener con el mundo musulmán la comprensión que no se tiene cuando la amenaza viene de los poderes de Occidente. Por eso el discurso de las civilizaciones es equívoco: porque otorga a la religión el carácter de identidad primordial, negando la representación del mundo islámico a los moderados, a los laicos y a los liberales de estos países, que deberían ser nuestros principales aliados, y porque facilita el discurso de la gran amalgama: todos los musulmanes son iguales, todos los terroristas son iguales. Éstos son los dos grandes disparates sobre los que se ha construido una lucha antiterrorista que, de momento, sólo tiene un resultado: aumentar el miedo, cultivar la indiferencia. Y en la indiferencia la libertad de expresión languidece.

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